(Fuente: Clarence Buckingham Collection)
Henrik Ibsen, un “enemigo” del pueblo
Por Alberto Díaz Rueda
Caminaba,
siempre taciturno, grave, pensativo; abismado en quién sabe qué nuevas ideas.
Lo hacía con la gravedad y la apostura de un noble, consciente de su imponente
figura, de la calidad de su traje y de la dignidad insobornable de su fama.
Todos los días paseaba por Carl Johan, la principal calle de Oslo, hacia el Gran Café,
donde le esperaba ya el solícito camarero junto a su mesa reservada. Henrik
Ibsen, gloria nacional, tomaba asiento y contemplaba con mirada alerta y un sí
es no es feroz a la vida que se desarrollaba ante él con la placidez cotidiana
de la pacífica y provinciana capital noruega.
Aspecto del centro de Cristiania (nombre oficial –danés– de Oslo
hasta 1925) en una tarjeta postal de principios del siglo XX.
Pero el genial
dramaturgo había ejercido de “diablo cojuelo”, había alzado los grises tejados
inclinados de las casas de su país y había escudriñado con hiriente lucidez en
el alma íntima de su pueblo, de sus compatriotas. Ibsen se sabía el
controvertido revulsivo de un pueblo apacible; él fue el primero en investigar
la ácida psicología plena de confrontaciones, de hipocresía y de pasiones que
encierra la vida de los hombres. Sin embargo, en ese momento, en el ocaso de su
vida, se había convertido en un símbolo, en el paradigma viviente de
algunos de sus personajes e ideas más críticas y luchadoras. Gozaba del difícil
orgullo de ser una celebridad –con estatua erigida– no sólo en el mundo culto
sino en su mismo país, aquel que tanto llegó a odiar y a fustigar y al que,
paradoja frecuente y lógica, amó por encima de todo.
La alta sociedad noruega representada en una pintura
(Fuente: Nasjonalgalleriet, Oslo)
“Verdad y libertad”
“Las verdaderas
columnas de la sociedad son la verdad y la libertad”, escribió Ibsen en una de sus
obras, y trataría de ser fiel a esta frase. Conocía perfectamente la moneda
crispante que hay que pagar a la sociedad por sustentar tales principios. Todo
su teatro es una continua digresión, poética a veces, realista y cruda en
ocasiones, siempre crítica, en torno a esa exigencia de verdad. Y la verdad no
suele ser manjar adecuado, para la sociedad, generalmente está mixtificada por
convenciones, respetos humanos, intereses y miedos. Por encima de toda esta
“máquina” social represiva, Ibsen clama por una mayor autenticidad en las
relaciones humanas, en el difícil enfrentarse a uno mismo ante el espejo. Y el
resultado de tal actitud vital tiene en sus obras destellos hirientes que
producen incomodidad e irritación en los noruegos de la época.
Escena de una adaptación para danza
del drama Espectros, interpretada
por el Ballet Nacional de Noruega
en el Festival Ibsen de Oslo (2014).
(Foto © Erik Berg / Kulturkompasset)
También allende
los fiordos la crítica se muestra deslumbrada pero a la vez incomprensiva ante el
levantisco autor. De Espectros, tal vez la mejor obra de Ibsen, la
prensa inglesa llega a decir: “Es una obra cándidamente obscena, positivamente
abominable”. Sus compatriotas son menos sutiles y se atreven a lanzarle el
terrible anatema socrático de “corruptor de la juventud”. Curiosamente, cierto
paralelismo existe entre ambas trayectorias, en las actividades vitales del
griego y el noruego.
Una sala del Museo Ibsen de Oslo.
(Foto © Clarence Buckingham Collection, 2006)
Escandaloso y polémico
Escándalo,
controversia, polémica, interés, adoración... Henrik Ibsen no es indiferente a nadie.
He repasado sus más importantes obras y se me hace difícil creer que levantaran
tales pasiones. El tiempo ha dado una pátina clásica, plena de autoridad, a las
páginas ibsenianas. Uno las contempla con el mismo respeto con que se lee a
Shakespeare, a Pirandello, a Wilde o a Bernard Shaw. La Nora de Casa
de muñecas; el
Oswald de Espectros; el Peer Gynt; Brand y su furibundo ataque a la puritana
complacencia burguesa del noruego medio; la magnífica Un enemigo del pueblo, esa lucha del individuo contra la
sociedad corrompida, una lucha tan pesimista e infructífera; la “amoralidad”
con que fue tildada La comedia del amor;
las contradicciones femeninas de Hedda Gabler; la crítica política de La unión de los jóvenes o la peculiar
ortodoxia religiosa de Ibsen en la discursiva El emperador y los galileos... todas las características del teatro
del genial dramaturgo están teñidas de una profunda convicción humanística, con
el identificable baño de singularidad noruega y la profundidad psicológica y el
pesimismo de un hombre que no cree demasiado en sus congéneres, que condena y
denuncia sus defectos, sus arbitrariedades y sus egoísmos, pero que, sin lugar
a dudas, no deja de amarlos por ello.
La eminente actriz estadounidense
papel de Edda Gabler (el fotograbado
es de finales del siglo XIX).
(Fuente: Eclectic Oversize Art and Photo Gallery)
Henrik Ibsen se nos
antoja a menudo el trasunto de uno de sus personajes, aquel que en El pato salvaje ve derrumbarse el ficticio edificio de
paz familiar en el que creía porque le sustentaba. También desde muy joven,
quizá desde sus tiempos de empleado de una farmacia y autor de opúsculos
escandalosos y epigramas burlescos contra la sociedad de Grimstad o tal vez desde su fracasada experiencia
como director artístico del Teatro Nacional, Ibsen se dio cuenta que muchos
valores de su época tenían los pies de barro. Fustiga a sus
contemporáneos pero lo hace respetando las reglas del juego. Conocedor de la
compleja trastienda teatral, por sus cargos profesionales, Ibsen introduce en
el drama la dimensión psicológica y simbólica incrustada en una concepción
realista, casi expresionista, de la escena.
Tarjeta postal de principios del siglo XX. En esta casa de Grimstad residió
Ibsen entre 1846 y 1850, período en que ejerció de aprendiz de farmacéutico.
(Fuente: www.nb.no)
Plantear problemas...
“Mi papel es
plantear problemas y no dar respuestas”, aseguró Ibsen ante el escándalo de sus
críticos, que le censuraban acremente: “El público va al teatro a conmoverse o
a reír, no a descifrar enigmas y acertijos”. Obviamente el tiempo dio la razón
a Ibsen y su teatro ha sido –y será– semillero de ideas para muchos
dramaturgos. Se puede asegurar sin temor a provocar reticencias que Ibsen fue uno
de los iniciadores del arte dramático de nuestros días.
Pero,
independientemente de su habilidad técnica y su profundidad psicológica, de sus
alardes críticos, Ibsen fue un intelectual admirable y coherente pese a todos
sus defectos y sus complejos (sabido es, por ejemplo, el de “nuevo rico” que le
caracterizó en sus últimos años, él que había rozado la ruina absoluta en dos
ocasiones durante su vida) y aún parece resonar en la conciencia de los hombres
cómodos aquella frase en la que resumía su compromiso, su militancia a favor
del “tercer reino”, el del “espíritu de la verdad y la libertad”: “Mi meta
–decía– es torpedear el arca”. El arca donde sesteaban, satisfechos y
corrompidos, aquellos que son totalmente incapaces de “pensar y vivir con
grandeza”.
La granja Venstop, en las afueras de Skien, localidad natal de Ibsen,
donde vivió el futuro dramaturgo durante su infancia, entre 1828 y 1843.
(Fuente: Norway Road Ways, 2014)
(Este artículo se publicó originalmente
en el diario La Vanguardia,
de
Barcelona, el 21 de abril de 1978. IMPEDIMENTA
agradece
al autor su autorización para reproducirlo.)
Clic sobre las fotos para ampliarlas.
Las verdaderas columnas de la sociedad son la verdad y la libertad.
ResponderEliminarQue buena frase y que razòn tenìa con este pensamiento Ibsen.
un abrazo
paco
En efecto, fus: además, es uno de los más importantes autores teatrales del siglo XIX y princiopios del XX, y en él se han inspirado no sólo otros dramaturgos, sino también grandes músicos (como su compatriota Grieg, una de cuyas obras maestras está basada en el "Peer Gynt" de Ibsen) y realizadores cinematográficos.
ResponderEliminarAgradezco una vez más tu fidelidad a este blog y tu comentario.