martes, 12 de marzo de 2019

La autoinmolación como forma extrema de protesta

“La Casa del Suicidio y la Casa de la Madre del Suicidio”, obra dedicada en 1991 a Jan Palach 
por el artista estadounidense John Hejdu (1929-2000), instalada en enero de 2016 
en la antigua plaza del Ejército Rojo (hoy plaza de Jan Palach) de Praga.

Las primeras veces que oímos hablar de autoinmolación en defensa de una causa, religiosa, política o vinculada a algún fanatismo, fue a principios de la década de 1960, cuando el monje Thích Quảng Đức se prendió fuego en el centro de Saigón para protestar contra la persecución religiosa de que eran objeto los budistas por parte de la minoría católica gobernante en Vietnam del Sur: la fotografía de su sacrificio dio la vuelta al mundo. Aquel acto, que sorprendió sobre todo en los países “occidentales”, se conoció con la expresión “quemarse a lo bonzo”.

La inmolación del monje Thích Qung Đ
en Saigón el 11 de junio de 1963 
(fotografía de Malcolm Browne, que dio 
rápidamente la vuelta al mundo).

Otros monjes budistas tibetanos se han autoinmolado para protestar contra lo que entendían como ataques a su cultura y su religión por las autoridades de la República Popular China. Hubo, sin embargo, discrepancias entre los practicantes del budismo sobre la oportunidad de esos actos: unos se remitían a la tradición según la cual Buda, en una de sus vidas anteriores, se autoinmoló por el bien de los demás; otros, en cambio, sostenían que esa práctica atentaba contra la doctrina del budismo tibetano. Se sabe, en cualquier caso, que también hubo actos de inmolación en la India y en Japón.

Mención aparte, por supuesto, merecen las autoinmolaciones de fanáticos religiosos, como actos de odio, venganza y represalia, que poco o nada tienen que ver con los que se mencionan aquí.

En el artículo del profesor Federigo Argentieri que se presenta, traducido, a continuación, se trata de las autoinmolaciones que tuvieron lugar en los países de la órbita soviética como protesta por la sumisión de éstos a la URSS y las consecuencias que ello supuso. Ha quedado como símbolo de aquellos trágicos actos la figura del estudiante checo Jan Palach en la céntrica plaza Václav de Praga, en 1969, para denunciar la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia; pero Palach no fue, ni mucho menos, el único que lo hizo, como se puede leer a continuación.


Los otros doce Jan Palach

Por Federigo Argentieri

El 16 de enero de 1969 la “llama violenta y atroz” (en palabras de Francesco Guccini) quemaba el cuerpo del estudiante Jan Palach, quien había decidido tomar aquella decisión extrema para protestar contra el lento pero evidente sofocamiento, por parte de la URSS y sus aliados, de las ansias de libertad y democracia que se habían ido materializando en Checoslovaquia durante el año anterior, y que se frustraron por la intervención armada del 21 de agosto de 1968, diez días después de su vigésimo cumpleaños, pero lo hizo sobre todo contra la escasa resistencia que se estaba ofreciendo.

La muerte de Palach, el día 19 de enero, tuvo una 
enorme resonancia internacional, y la consternación 
y solidaridad fueron casi unánimes, como lo había 
sido la condena de la intervención militar. A él y a 
su acto se dedicaron canciones, como “Primavera
di Praga”, de Guccini, “Mourir dans tes bras”, de
 Adamo o, más recientemente, “Le fate di Praga”,
del cantauror italiano de música alternativa Sköll
El tema dio también para numerosos libros.

Jan Palach era, sin duda, un fiel seguidor de Tomáš Masarykel fundador y primer presidente de la República de Checoslovaquia, quien en 1881, como recuerda el eslavista Angelo Maria Ripellino, desarrolló en Viena una tesis sobre “el suicidio como fenómeno de masas de la civilización moderna”; además, cuando tenía 15 años se enteró de la inmolación de Thích Qung Đc, y es probable que tuviera noticia de un gesto análogo del cuáquero Norman Morrison, quien en 1965 se prendió fuego en Washington como protesta por la muerte de niños durante la guerra de Vietnam.

La autoinmolación de Ryszard Siwiec en Varsovia.
(Foto: PAP/Paweł Kula)


Casi un año antes de la inmolación de Palach, el 8 de septiembre de 1968 (dieciocho días después de la invasión de Checoslovaquia), el polaco Ryszard Siwiec, veterano de la resistencia antinazi y antisoviética, se había prendido fuego en el Estadio Nacional de Varsovia, donde se estaba celebrando la “fiesta de la cosecha” con la presencia de las máximas autoridades: murió al cabo de cuatro días. La policía hizo cuanto pudo para evitar que se difundiera la noticia, pese a que hubo muchos testigos de aquel acto de protesta, pero al cabo de unos meses Radio Free Europe (cuya sede estaba entonces en Alemania) rompió el silencio y anunció que Jan Palach no había sido la primera “antorcha humana”, al menos no en el plano internacional.

Apenas dos meses más tarde, el 5 de noviembre, el ucranio Vasyl Makuj (Василь Макух), otro veterano de la resistencia antinazi y antisoviética (a la derecha, su retrato), se inmoló cerca de la plaza Maidan de Kiev para protestar contra la opresión de que era objeto su país y también por la invasión de Checoslovaquia. Murió al día siguiente y, pese a las precauciones del KGB, la noticia se difundió entre los ucranios (muchos habían visto pasar los carros de combate hacia Checoslovaquia) y se filtró al extranjero.

Al cabo de nueve años, el 21 de enero de 1978, otro ucranio, Oleksa Hirnyk (Олекса Гірник), imitó aquellos gestos extremos para protestar contra la rusificación y la anulación de la identidad nacional ucrania. Lo mismo hizo el 23 de junio de aquel año el tátaro de Crimea Musa Mamut (Муса Мамут) para denunciar la opresión de su nacionalidad por parte de la URSS.

Monumento en mermoria de Oleksa Hirnyk en la ciudad ucrania 
de Ivano-Frankivsk, cerca de su localidad natal.

No parece que Palach conociera la suerte de Siwiec ni de Makuj, pues no los mencionó en las notas que dejó escritas. En cambio, Sándor Bauer, un estudiante húngaro de 16 años, declaró explícitamente que había querido seguir su ejemplo y se prendió fuego en la escalinata del Museo Nacional de Budapest el 20 de enero de 1969, al día siguiente de la muerte de Palach, “el hermano checo que hizo lo mismo”. Murió al cabo de tres días.

Una de las notas de despedida que dejó Sándor Bauer antes de inmolarse.
(© Állambiztonsági Szolgálatok Történeti Levéltára)

Si Palach no era la primera “antorcha humana” del bloque soviético, sí que lo había sido en su país, donde su ejemplo fue seguido casi inmediatamente: el 20 de enero el joven de 25 años Josef Hlavatý se daba fuego en Pilsen, y moría cinco días después; sin embargo, es probable que su suicidio se debiera sobre todo a razones personales, como su reciente divorcio, pero de hecho había sido muy activo durante la Primavera de Praga. Un mes más tarde, el 25 de febrero, fue Jan Zajíc, de 18 años, miembro de una familia demócrata y anticomunista, quien se inmoló. Es interesante constatar que los orígenes ideológicos de todas las víctimas mencionadas hasta ahora eran afines, lo cual suponía un motivo de reflexión para quienes pretendían apoderarse de su memoria.

Muy distinta era la tendencia política de de Evžen Plocek (fotografía de la izquierda), un obrero de Jihlava que militaba en el Partido Comunista y era afín a las reformas promulgadas por Alexander Dubček en Checoslovaquia: decepcionado por los "normalizadores", convencido de la imposibilidad de revertir la situación a la que se había llegado, se prendió fuego el 4 de abril de 1969, un día antes de que Dubček fuera expulsado del Partido.


Márton Moyses retratado por 
su hermano Frigyes en 1949.

El 13 de mayo de 1970 expiraba en Rumania un poeta húngaro de Transilvania, de 29 años, llamado Márton Moyses. Después de la Revolución de 1956, juntamente con otros jóvenes de su edad, intentó sin éxito unirse a la resistencia húngara contra los ocupantes soviéticos. En 1960, delatado y declarado elemento hostil al régimen por su solidaridad con los revolucionarios húngaros y por sus poemas críticos, fue procesado y condenado a dos años de prisión. Dos meses antes de que lo pusieran en libertad se cortó parte de la lengua con un hilo para no poder delatar a sus “cómplices”. En febrero de 1970, al cumplirse un año de la muerte de Palach y Bauer, viajó a la ciudad de Brașov y después de derramar gasolina frente a la sede del Partido Comunista, se prendió fuego. Murió al cabo de tres meses.

Casi dos años más tarde, el 14 de mayo de 1972, fue el lituano de 19 años Romas Kalanta quien realizó el mismo gesto en la ciudad de Kaunas, ante el edificio del Partido Comunista. Murió al día siguiente. Había dejado escritas estas palabras: “Acusad de mi muerte al régimen totalitario”. La imposición a su familia de anticipar dos horas el funeral suscitó una oleada de indignación y desencadenó tumultos que duraron dos días, durante los que fueron detenidas 402 personas, a siete de las cuales se impusieron penas de prisión; además, centenares de estudiantes fueron expulsados de sus facultades y otros protestatarios, despedidos de sus puestos de trabajo. Romas Kalanta fue rehabilitado cuando Lituania recuperó su independencia.



Placa-memorial en el lugar de la céntrica Laisvės Alėja (Avenida de la Libertad) 
de Kaunas donde se autoinmoló el estudiante lituano Romas Kalanta.
(Foto © Kęstutis Jurel, ELTA. Cortesía de Pietro U. Dini)

Por último hay que recordar a Oskar Brüsewitz, un pastor luterano de la Alemania del Este, que se inmoló en 1976, y al obrero rumano Liviu Cornel Babeș, quien lo hizo en 1989, poco antes de la caída del régimen dictatorial de Nicolae Ceaușescu.

Las “obras de arte de la historia”, como definió el politólogo canadiense Jacques Lévesque las revoluciones pacíficas de 1989, de algún modo hicieron justicia a esas almas inquietas, así como a la Revolución Húngara de 1956, la Primavera de Praga y los anhelos de libertad en Ucrania y el Báltico oriental. Jan Palach y todos quienes se suicidaron como protesta contra los regímenes comunistas burocráticos y opresivos, y contra la indiferencia y pasividad del resto del mundo, son recordados con afecto y emoción, cuando no han sido elevados al Panteón de los héroes nacionales. También hay que recordar, por supuesto, las inmolaciones de monjes tibetanos contra la ocupación china de su país. Debemos reflexionar sobre si estos actos de protesta no deban tipificarse como un método de condena contra las tiranías comunistas, aunque sería preferible que el criterio fuera extensivo a todas las otras, sin exclusión alguna.


La cadena humana que enlazó las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) 
el 23 de agosto de 1989, cincuenta años después de la firma del tratado entre Alemania 
y la URSS que permitió la posterior anexión de aquellas repúblicas a la Unión Soviética, 
es un ejemplo de las revoluciones pacíficas que condujeron a la independencia 
de los países del Báltico oriental.

El autor - El profesor Federigo Argentieri es un politólogo y académico italiano doctorado en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest. Especializado en relaciones internacionales y en la historia reciente de Hungría y de toda la denominada Europa del Este, ha publicado numerosos libros y artículos sobre los temas de su ámbito de estudio e investigación. Ejerce como profesor de Ciencias Políticas en la John Cabot University de Roma, cuyo Instituto Guarini para Asuntos Públicos dirige.


Este artículo, traducido en casi toda su integridad por Albert Lázaro-Tinaut, se publicó en el suplemento “La Lettura” del diario italiano Corriere della Sera el 13 de enero de 2019. Impedimenta agradece tanto al autor como al propio diario que le hayan concedido su amable autorización.

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