jueves, 19 de agosto de 2021

Cómo se toma el café en Bosnia y Herzegovina

(Fuente de la foto: Jet Set Together)

Enisa Bukviċ es una escritora bosnia de religión musulmana (es decir, bosnia y bosniaca a la vez) que reside en Roma desde que se casó con un italiano, en 1987. Su prosa no tiene pretensiones literarias, lo que escribe son más bien unas memorias autobiográficas donde habla de su país y de temas sociales, expresa sus puntos de vista acerca de las diferencias culturales con respecto a Italia, y denuncia las mentiras, las tergiversaciones y la desinformación divulgadas por los mass media (discúlpeseme el anglicismo) acerca de lo sucedido en la extinta Yugoslavia y, en particular, en Bosnia y Herzegovina durante los trágicos años entre 1991 y 2001 en que aquella parte de los Balcanes se vio envuelta en guerras sangrientas que hubieran sido inimaginables apenas una década antes.

En su libro Il nostro viaggio, prologado por Predrag Matvejeviċ, desgrana los recuerdos de sus “años felices” de infancia y juventud en una Yugoslavia federada, en la que el mariscal Tito sin duda el menos tiránico de los dictadores europeossupo evitar (salvo alguna que otra excepción) los enfrentamientos entre las distintas comunidades del país, y colma las páginas de anécdotas e informaciones curiosas, sobre todo para quienes no se han acercado a lo que se ha dado en llamar “espacio yugoslavo”, ocupado actualmente por siete estados independientes.

En el texto que sigue se percibe el ritmo de la vida en el país de origen de la autora, donde la sensación de agobio y estrés parece no existir: el tiempo da para mucho más de lo que se pudiera creer, algo que me sorprendió gratamente cuando visité Bosnia y Herzegovina durante varios días, hace unos cuantos años, tiempos en los que aún eran muy recientes y evidentes, física y psíquicamente, las terribles cicatrices de la guerra y muy claros los ámbitos de confrontación.

Albert Lázaro-Tinaut


El ritual del café en Bosnia y Herzegovina

Por Enisa Bukviċ

Al principio no lograba acostumbrarme al café preparado al modo italiano, aun sabiendo que está considerado uno de los mejores del mundo, pero no me gustaba. Era demasiado fuerte y amargo para mi gusto. Mi marido había descubierto un café americano, menos tostado, de una coloración más clara, que yo podía moler en el pequeño molinillo, el mlin, que me había traído de Sarajevo como souvenir. De este modo conseguía un polvo muy fino que me permitía preparar el café como se hace en Bosnia, donde se conoce como turco.

Un 
mlin. 
(© Nomad Barista).

Mientras lo molía recordaba el ritual con el que empezaba la jornada en mi tierra. Recién levantada, lo primero que hacía era poner agua a hervir y, mientras tanto, molía el café. Luego echaba el polvo recién molido en el recipiente apropiado para ello, que se denomina džezva y tiene una forma característica, ancho por abajo y estrecho por arriba, y añadía el agua hirviendo. A continuación, aquella mezcla se hacía hervir de nuevo, pero teniendo cuidado de que la espuma no desbordara, ya que en ese caso el café no sale bueno.

La bebida preparada así se suele servir en unas pequeñas tazas, llamadas fildžan. El café se consume lentamente durante 30 o incluso 90 minutos, siempre en compañía de familiares o vecinos. Ese tiempo permite que cada una de las personas presentes puede expresar sus pensamientos, buenos y malos. Una amiga bosnia ha definido muy bien este ritual con la expresión “café-socialización”, una especie de psicoterapia diaria. Cada persona explica sus preocupaciones, sus temores o algún acontecimiento reciente, incluso si es cómico, y también se hacen chistes; así, el ritual tiene una doble finalidad terapéutica: permite que unos escuchen a otros y se obtengan efectos beneficiosos con las risas.

Una džezva.

Después de la consumición incluso hasta cinco fildžan de café se da vuelta a las tacitas y, cuando se secan, se lee el futuro en los posos que han quedado al fondo del pequeño recipiente. Todos los bosnios conocen alguna figura y su significado, y algunos son muy habilidosos para ello, por lo que se les suele invitar en ocasiones, o se va directamente a sus casas a tomar el café para poderles preguntar acerca de lo que ha quedado al fondo del fildžan y saber si el día que tenemos por delante será bueno o malo.

Vertido del café en un fildžan.
(Fuente de la foto: Jet Set Together

Aprendí a interpretar el futuro escrito en las tacitas de café durante mis estudios universitarios, en la Casa del Estudiante de Sarajevo, y desde que llegué a Italia, de vez en cuando leía los posos de café de mis amistades italianas; pero como insistían en que lo hiciera siempre, acabé abandonando ese pequeño ritual porque me parecía demasiado repetitivo y aburrido. Así pues, dejé de preparar el café al modo bosnio y al cabo de un año pasé a la tradición italiana; sin embargo, aún consumo mi café como se hace en Bosnia. Todos los días me levanto temprano, alrededor de las 6 de la mañana, preparo el café y me lo llevo a la cama para ir sorbiéndolo despacio, mientras reflexiono y planeo las tareas del día. Es un buen rato entre 30 minutos y una hora que me dedico a mí misma, para alimentar positiva y constantemente mi espíritu. Si tengo que ir a algún sitio y he de salir temprano, me levanto una hora antes para poder dedicarme ese tiempo y saborear el café como estaba acostumbrada a hacerlo. Y si tomo un café en un bar, lo pido siempre en tacita, nunca en vaso de cristal, y lo voy saboreando despacio, a pequeños sorbos, y si puede ser, sentada. Quienes están conmigo esperan pacientemente a que concluya con sosiego ese ritual tan importante para mí. Mis amigos ya conocen esa costumbre, y a quienes todavía no la conocen, les explico que no sé tomarme un café deprisa, como suelen hacer los italianos.

El poso de café en el fildžan.
(Foto 
© itanari.com)

Otro recuerdo estrechamente relacionado con el café es el tueste. Nosotros lo compramos crudo, casi siempre a granel y por kilos. En casa se tostaba cada vez que se iba a tomar. Mi abuela, cuando yo era muy pequeña, lo tostaba en un šiš, encima de las brasas de la cocina económica de leña. Ese instrumento, de hierro, tenía forma cilíndrica y se manejaba con un largo mango, que era también de hierro. El šiš se cerraba por arriba mediante una pequeña tapa que servía para abrirlo y volverlo a cerrar: no creo que cupiera en él más de medio kilo de café. Durante el tueste, había que ir girando el šiš, para lo cual era utilísimo el mango, que permitía estar un poco lejos del calor. De vez en cuando había que sacarlo de las brasas para mezclar bien el contenido, agitándolo, pero sin abrirlo: eso evitaba que los granos de café se quemaran por un solo lado.

Un šiš.
(Foto © Dragutin Matoseviċ)

Durante esa operación, el café desprendía un aroma tan intenso que se propagaba por toda la casa y se difundía incluso fuera. Mi abuela me permitía participar solamente en esta última fase del tueste para que no me quemara. Durante el procedimiento, los granos de café producían un sonido muy agradable. Esos sonidos y esos aromas fueron muy importantes durante mi infancia.

Enisa Bukviċ nació en Bijelo Polje (Montenegro) y pasó su infancia y su juventud, excepto durante sus estudios universitarios en Sarajevo, en la ciudad de Brčko, situada en el noreste de Bosnia, a orillas del río Sava, que la separa de Croacia. Está licenciada en ciencias agroalimentarias. Reside en Roma desde 1989 y escribe sus obras en italiano. No se la debe confundir con una modelo bosnio-sueca del mismo nombre.

Este texto, traducido del italiano por Albert Lázaro-Tinaut, está extraído del libro de Enisa Bukviċ Il nostro viaggio, Infinito edizioni, Marino (Roma), 2008.

sábado, 24 de julio de 2021

Jerzy Pilch y la desventura de escribir en la periferia

Jerzy Pilch.
(Foto © Wojciech Druszcz / East News)

Mucho se ha dicho sobre los conceptos de centro y periferia, tanto desde el punto de vista cultural (Yuri Lotman, por ejemplo, en el terreno de la semiótica) como, sobre todo, desde concepciones políticas y económicas, que suelen superponerse. El antropólogo sueco Ulf Hannerz hace una reflexión atinada: “Es claro que el ‘imperialismo cultural’ tiene mucho más que ver con el mercado que con el imperio”; y luego, tras referirse a la homogeneización global, apunta que “los grandes movimientos transnacionales de tiempos recientes no parecen haber estado completamente organizados para poder recorrer la totalidad del camino entre el centro y la periferia”. [1]

Por otra parte, el eminente economista, también sueco, Gunnar Myrdal (adalid de los mercados, definido por unos como “antifeudal y antifascista”, y por otros como “anticomunista y fervoroso liberal demoburgués”) ya se refería en los años 70 del pasado siglo a los países periféricos como “Estados débiles”, y desde su supuesta equidistancia equiparaba subdesarrollo y marginalidad con periferia en el contexto del intercambio desigual.

Aunque, aparentemente, los puntos de vista económicos distan bastante de las realidades culturales, sin duda el “mercado” tiene mucho que ver en el asunto, y así lo da a entender, con su estilo desenfadado e irónico, Aleksandra Lun en el texto que reproducimos a continuación, que viene como anillo al dedo a este espacio dedicado, precisamente, a las culturas periféricas.

Albert Lázaro-Tinaut

[1] U. Hannerz: “Escenarios para las culturas periféricas”, en Alteridades, México, 1992 (2), pp. 94-108.

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Alfabetos extraterrestres

Por Aleksandra Lun

A finales de mayo de 2020 falleció en Polonia el escritor Jerzy Pilch, un peso pesado de la literatura polaca y un perfecto desconocido fuera de su país. Algunos libros suyos llegaron a publicarse en los idiomas fuertes del orden cultural internacional: uno en francés, tres en inglés, dos en español. Pasaron sin pena ni gloria por las áreas geográficas respectivas: en España, los dos títulos publicados por Acantilado en los años 2000, Casa del Ángel Fuerte y Otros placeres, se reseñaron y se olvidaron. Muerto Pilch, no se traducirán más libros suyos a ningún idioma, pues lo peor que puede hacer un escritor de Europa del Este poco traducido es morirse. Como sus libros en los almacenes de las distribuidoras occidentales, Pilch se irá desintegrando, poco a poco encontrando el camino al subsuelo de la llamada literatura universal, que de universal no tiene nada, pues consiste, en su acepción más popular, en obras escritas o traducidas en Occidente.

Como tantos otros escritores importantes, Pilch no formará parte de ese canon porque tuvo la mala suerte de nacer en una lengua hermética. El polaco es el Fitzcarraldo de los idiomas europeos: traducir a un autor polaco es querer construir un teatro en la selva amazónica. Intentar que los medios de comunicación se interesen por él es transportar un barco gigante por encima de una montaña. Para despertar el interés del público por un autor polaco hay que ser un Werner Herzog dispuesto a todo. Culpar de esa injusticia histórica a las editoriales sería culpar del mal tiempo a los excursionistas. Los editores que publican a autores polacos ya de por sí son personajes trágicos: hagan lo que hagan, están remando a contracorriente. Hace poco leí la reseña de una escritora española que recomendaba la novela de una autora polaca “a pesar de que la acción del libro suceda en Polonia”. En este sentido, Stanisław Lem fue un visionario que supo que lo más importante era situar la acción de su novela más famosa, no en Polonia, sino a bordo de una nave espacial. También lo acabaría sabiendo George Clooney.

Además de venir de un país cuyo solo nombre espanta a los lectores occidentales, Pilch cometió el pecado de ser original. La originalidad es una sentencia de muerte para un escritor de una cultura periférica. Un autor original es difícilmente comparable a otros escritores. No es un problema si pertenece a una cultura fuerte: una voz innovadora de la literatura francesa no tendrá problemas para encontrar público extranjero; al contrario, creará una corriente nueva que seguirán los escritores de culturas más minoritarias. Pero un autor de una cultura periférica que quiere ser traducido tiene que ser un escritor preexistente, un eco de lo que ya se escribió o tuvo éxito en Occidente, un doble de alguien que ya pasó por ahí, una repetición en otra escala de una melodía que alguien ya tocó. Hace falta un espíritu preparado, dijo Blaise Pascal hace cuatrocientos años sin saber que se refería al mercado editorial occidental.

La originalidad de la escritura de Pilch la agrava el hecho de que sea un autor con pasaporte polaco y que escribe en polaco, pero que no encaja en las expectativas que Occidente tiene sobre la literatura polaca, demostrando de paso la absurdidad del concepto de literatura nacional. Pilch no tiene ninguna vocación histórica o moral, nadie de su familia pereció en un campo de exterminio y ni siquiera es católico, sino luterano. Con su irónico estilo bíblico (ya nadie nunca volverá a escribir así), escribe sobre la región de la que proviene, la Silesia de Cieszyn, sobre sus extravagantes familiares, sobre su amado equipo de fútbol, el Cracovia, sobre sus relaciones sentimentales, sobre sus amigos, sobre el alcohol, sobre su vida con la enfermedad de Parkinson, sobre la literatura. Es un outsider literario, distinto a todos los demás, una anomalía perfecta, un caballero en el país de los bordes, un miembro de la selecta escuadrilla de escritores capaces de sobrevolar con ligereza el dolor y la angustia, una supernova que, con su humor elegante, hizo estallar desde dentro un sistema literario ensimismado en su pasado traumático.

El último problema de Pilch es uno de los problemas más bellos que puede tener un escritor: como muchos de los más grandes, no es un robot. Escribió algún libro imperfecto. Un libro imperfecto de un autor anglosajón se traduce en todas partes; a los escritores periféricos, como a los alumnos desaventajados, se les exige la perfección. Y la perfección, en palabras de Alexis Jenni, consiste en obedecer las normas. El sistema comercial en el que está sumergida la literatura hoy en día nos ha acostumbrado a trayectorias impolutas, igual de falsas que los cuerpos perfectos que nos muestra la publicidad y las vidas perfectas que nos muestran las redes sociales. La entrega de los grandes premios como el Nobel viene precedida o seguida de una retahíla de otros premios, de biografías salpicadas de éxitos, de trayectorias lógicas y expansivas, como si un escritor fuera un deportista de élite coleccionando los palmarés de las competiciones. Pero si la literatura no consiste en la perfección, ¿en qué consiste? Pilch decía que la esencia de la literatura era el olvido.

«La literatura es un archivo de sueños, un diccionario de sueños, incluso la novela más realista no es más que un sueño muy tangible descrito con mucha precisión” –escribe en La zurdera perdida para siempre (inédito en español), y añade–: “No leemos libros para recordarlos. Leemos libros para olvidarlos, y los olvidamos para volverlos a leer. Una biblioteca es un archivo de sueños olvidados pero fijados, la oportunidad de un retorno sin fin.»

La falta de perfección no hace que sea peor escritor: hace que sea un escritor más auténtico, y también más valiente. No es difícil tener una trayectoria impoluta publicando un libro cada cinco años, dejando ver al mundo la versión más corregida y destilada de nosotros. Pilch escribía mucho y publicaba mucho, con el coraje de un soldado raso corriendo hacia las bayonetas. Bolaño decía que la batalla más grande de un escritor sobreviene en sus obras secundarias: la batalla más épica que libró Cervantes no fue con el Quijote, sino con las Novelas ejemplares. Ese principio se puede aplicar a Pilch y a sus obras menores. La escritura, como todo acto creativo, es una maestra de la derrota. Los escritores solo se parecen a los deportistas de élite en un aspecto crucial: quien no aprende a convivir con el fracaso tiene que retirarse.

La escritura perdida de Jerzy Pilch es solo un ejemplo más de cómo grandes voces desaparecen por las cloacas de la periferia. De cómo la literatura es una batalla a vida y muerte en la que sobrevive el más fuerte. De cómo nos gusta idealizar los libros, verlos como el inocente patrimonio común que nos protege del caos, pero cómo, mirada de cerca, la literatura es un registro de dominantes y dominados. Como los sedimentos que muestran la edad geológica de las rocas, la literatura nos muestra quién y cuándo tuvo suficiente poder: suficiente poder para escribir y suficiente poder para publicar. La democratización de la escritura que presenciamos actualmente, con todas sus limitaciones, es muy reciente. Durante siglos, ni esclavos ni pobres ni campesinos ni mujeres ni otros marginados escribían. La historia literaria que con tanto orgullo enseñamos en las escuelas es la historia de la creatividad de los poderosos. Y, pase lo que pase en el mundo en este convulso siglo XXI, su literatura será la primera literatura de nuestra historia escrita por los marginados. Los que encuentren editor.

Mientras tanto, vivimos de espaldas a los escritores de culturas periféricas porque no tenemos acceso a su obra, como si estuviera escrita en jeroglíficos. Sus libros no pertenecen a la literatura universal, como tampoco pertenecen a ella los libros no escritos de los esclavos que construyeron las pirámides egipcias, de los campesinos ucranianos que murieron en la gran hambruna, de las mujeres quemadas durante la caza de brujas, de los congoleses asesinados recogiendo caucho. Pero todos esos libros, no escritos y no traducidos, siguen con nosotros: son libros fantasmas que agitan sus cadenas y nos persiguen por los corredores vacíos de nuestro relato colectivo, susurrando que les dejemos entrar en nuestras vidas.

«He leído con atención a muchos autores, a menudo varias veces, y me acuerdo de muy poco» –sigue Pilch sobre la desmemoria– «Pero, de hecho, si me acordara bien de ellos, sería más pobre, más infeliz; estaría más cerca del final, ya parcialmente muerto. Porque si estuviera totalmente seguro de conocer bien Doctor Fausto de Thomas Mann, también tendría la sensación de que es un libro muerto, la seguridad de que ya no lo volveré a leer.»

Los escritores periféricos nos ofrecen el regalo de una vida inédita, de un nuevo comienzo en otro lugar, de un mundo inexplorado. Y no tienen prisa. «Os esperamos aquí», musitan desde los márgenes de la literatura universal, «os esperaremos hasta el final. Hasta el futuro.» ¿Y nosotros? ¿Sabremos crear un futuro en el que un satélite detectará la galaxia de los escritores perdidos? ¿Descifraremos sus alfabetos extraterrestres? Nos especializamos en empresas imposibles: hemos pasado de saltar de árbol en árbol a patentar el ascensor. Y, como Fitzcarraldos que somos, tenemos que encontrar la manera de transportar aquel barco por encima de la montaña. Porque si la literatura, como dice Pilch, es una biblioteca de sueños olvidados, la literatura universal solo puede ser una biblioteca sonámbula. Una biblioteca que encontraremos si salimos en búsqueda de los escritores perdidos. Si los buscamos en las paradas de los tranvías nocturnos, en los parques cerrados desde el anochecer, frente a semáforos en rojo que iluminan calles desiertas. Si los buscamos sin descanso, si los buscamos con dedicación y esperanza, si los buscamos como si buscáramos la teoría del todo. Aquella teoría que conecte por fin la relatividad general con la física cuántica: el centro con la periferia. Quizá los escritores perdidos sean la ecuación que todos andamos buscando.

Aleksandra Lun
(Gliwice, Polonia, 1979) es escritora y traductora. Su primer libro Los palimpsestos, escrito en español, ha sido publicado en España, Francia, los Países Bajos y los Estados Unidos. Vive en Bruselas.





Este texto fue publicado originalmente en Revista de Letras, Barcelona, el 23 de noviembre de 2020. Impedimenta agradece tanto a su autora como a la redacción de la revista su amable autorización para reproducirlo.

miércoles, 19 de mayo de 2021

El artista rumano Victor Brauner ha vuelto a la actualidad

Victor Brauner en su estudio de París.

Nacido en Piatra Neamț, en la Moldavia occidental, el 15 de junio de 1903, muerto en París el 12 de marzo de 1966 y enterrado en el cementerio de Montmartre, el pintor y escultor vanguardista (dadaísta primero, surrealista más tarde) Victor Brauner, judío rumano, no suele ser nombrado entre los artistas e intelectuales de su país natal establecidos en la capital francesa: Constantin Brâncuși, Tristan Tzara, Ilarie Voronca, Eugène Ionesco, Mircea Eliade, Panaït Istrati, Emil Cioran y otros.

Formado en la Escuela de Bellas Artes de Bucarest, viajó a París por primera vez en 1925, y se estableció definitivamente en la capital francesa en 1938. Al cabo de dos años, cuando empezó la ocupación alemana de Francia, fue acogido cerca de Perpiñán por la familia del poeta Robert Rius (quien sería fusilado en 1944 tras unirse a la resistencia), y luego se instaló en Air-Bel, cerca de Marsella, donde coincidió con André Breton, Max Ernst, Wifredo Lam y otros artistas. René Char le ayudó a refugiarse en la Provenza, donde sobrevivió precariamente hasta el final de la guerra.

Desde el 28 de agosto de 1938 estuvo privado la visión del ojo izquierdo, pues al querer mediar en una pelea entre los surrealistas españoles Óscar Domínguez y Esteban Francés, recibió un vaso roto en pleno rostro. Curiosa y sorprendentemente, en 1931 había pintado Autorretrato con un ojo desgarrado, una de sus “obras proféticas”.

Su obra permaneció alejada del gran público hasta 1996, cuando el Centro Georges-Pompidou le dedicó una exposición retrospectiva. Del 18 de septiembre de 2020 al 10 de enero de 2021, el Museo de Arte Moderno de París volvió a exhibir sus creaciones. 

Lamentablemente, en Rumania es casi un perfecto desconocido y muy pocas obras suyas se exhiben en museos de su país, como hace notar otro ilustre rumano, el sociolingüista y escritor, también residente en Francia, Nicolas Trifon, quien dedica a Brauner y a sus hermanos un interesante artículo en Le Courrier des Balkans.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      Albert Lázaro-Tinaut

Algunas reproducciones de obras de Brauner

Autorretrato con un ojo desgarrado (1931).

Antítesis (1937).

Poeta en el exilio (1946).

Anagogía (1947).


El caballero del enlace (1949).

Preludio de la Civilización (1954).

Subjetividad impersonal del amor (1959).