Deportistas (1930), del artista vanguardista ruso
de origen ucraniano Kazimir Malévich (1878-1935).
Por Andreu Navarra Ordoño
de origen ucraniano Kazimir Malévich (1878-1935).
Por Andreu Navarra Ordoño
Manuel Vázquez Montalbán escribió y publicó un delicioso
libro (Moscú de la Revolución) [1] en
un momento muy sugestivo: 1990, justo antes de que se produjera el colapso
final de las instituciones comunistas. Él mismo escribe al inicio de su obra: “Hoy están integradas en una sola ciudad
rusa metamorfoseada por la revolución, la ciudad creativa y casi exclusivamente
imaginada de los años veinte, la ciudad estalinista, la ciudad híbrida,
indeterminada, que puso en marcha el revisionismo crítico de Kruschev [Jrushchov], hibernado durante veinticinco años de
empantanamiento brezneviano y se está formando el Moscú esperanzador de la perestroika, un Moscú todavía frágil, como una salsa
mayonesa difícil de ligar”. Genial metáfora absolutamente propia de un
gastrónomo. El objetivo, pues, del novelista fue escribir una guía turística impregnada
de esperanza ideológica que supiera distinguir y filiar cada uno de los
estratos civiles y artísticos que habían ido depositándose como posos
problemáticos sobre la superficie de la capital visitada. El libro, pues, es
una excelente radiografía de la sociedad rusa unos momentos antes de que se
viniera abajo toda la balumba supraestatal soviética.
Manuel Vázquez Moltalbán (1939-2003).
Dos obsesiones presiden esta prosa y son,
de algún modo, el aliño de la ensalada: una es la búsqueda de lo que de auténtico
movimiento de rebeldía hubo en la revolución de 1917 y la otra, la detección de las
heterodoxias producidas a partir de los años veinte. Quienes se interesen por el
constructivismo ruso y las otras manifestaciones de vanguardia [2], tienen aquí un
excelente punto de partida para anotar tanto nombres como proyectos y realizaciones. Es decir, la preocupación cardinal de Vázquez Montalbán fue la crítica del
proceso revolucionario, operada a través del escudriñamiento de su parte más
aprovechable. No se trata, pues, de un libro alegre, de un libro solemne, sino
de un ensayo melancólico, de un ejercicio de buceo intrahistórico. Es como si
ese ideal de claridad y reconstrucción que fue el lema de la perestroika lo intuyera imposible el
viajero lleno de amor. Porque amor a lo que no pudo ser, amor por la literatura
rusa (Rybakov, Bulgákov, Mandelshtam, Ajmátova, Gorki), por sus escritores de
los años ochenta (a quienes va dedicado el volumen), por sus barrios bohemios a
pesar de todo y puro amor por sus gentes es lo que destila Moscú de la Revolución.
Tras unos capítulos iniciales de análisis del zarismo y
de la potente cultura liberal desarrollada en la Rusia del siglo XIX, aparece
el primer protagonista del libro: Dzerzhinski, “un bolchevique polaco de la vieja guardia que había conocido en su
propia carne la tortura y la cárcel”. El modus operandi del autor es, casi siempre, el mismo: un detalle
urbano (el nombre de una calle, de una plaza, una estatua olvidada, la visita a
un local que conserva intactos sus recuerdos) le suscita toda una ristra de
reflexiones. “¿Quién era este hombre que
todavía hoy tiene su estatua y su plaza, cerca del Kremlin, respaldado por la
construcción gris, cúbica, de la
Lubianka ? Los moscovitas actuales tienen su chiste, sin duda
macabro, sobre la estatua del fundador de la Checa. ¿Por qué está de espaldas a la Lubianka , es decir, el
edificio de la actual KGB y en cambio mira hacia el Kremlin, donde está la sede
del gobierno? Pues porque piensa: de los que están a mi espalda me fío, pero a
esos de enfrente hay que vigilarlos”. ¿Qué interesa más al autor, la
descripción del “ideal de terror” implantado por Dzerzhinski y agravado por la GPU y la NKVD o el chiste inerme de
los moscovitas?
Félix Dzerzhinski (1877-1926).
De algún modo los manejos de ese bolchevique polaco lo empezaron a torcer todo. “A partir del verano de 1918 la Checa se revuelve por igual contra los
socialistas-revolucionarios de izquierdas y contra los blancos. Los eseristas [3]
se atreven a secuestrar al propio
Dzerzhinski, atentar contra Lenin y asesinar a Uritski. La prensa bolchevique
pide la sangre de los traidores y la obtiene. La Checa había reconvertido
también a funcionarios de la policía zarista y todos juntos y en unión
comulgaron en una cultura represora al servicio del poder”.
Como se ve, Vázquez Montalbán no se abandona a describir
flores y parques, murallas e iglesias, sino que traza un enorme interrogante y
se zambulle a tratar de indagar cuáles fueron las operaciones que ahogaron la
revolución de verdad, la revolución espontánea y necesaria, para sustituirla
por una burocracia sangrienta y pesadillesca. Por esta razón se nos detiene a
explicarnos las leyendas religiosas que giran en torno a edificios construidos
sobres las ruinas de templos: piscinas que no funcionan, personas que rezan
donde no deberían hacerlo. No le interesan los grandes discursos, sino los
chascarrillos en que descansa la rebeldía verbal y aplastada de los rusos. Por
eso refiere anécdotas como la siguiente: “[El
hotel Moscú] fue el primer gran hotel construido bajo el poder soviético, en la
avenida Marx, y en su proyección intervino, cómo no, Schusev con Saveliev y
Stapran. Aunque aparece situado frente al edificio donde opera el Comité
Estatal de Planificación (Gosplán), este hotel lo fue todo menos un modelo de
planificación. En cambio sí puede pasar a la historia del instinto de
supervivencia del artista. Si el peatón se sitúa ante su fachada, a poco que
afine la vista, verá que las dos alas laterales no son simétricas. En una de
ellas hay columnas adosadas, en la otra no; las ventanas de la izquierda de los
pisos superiores son arqueadas, las de la derecha, cuadradas. ¿Se trataba de
una suicida experimentación ‘formalista’? Impensable teniendo en cuenta quiénes
fueron los arquitectos y quién el supervisor de las obras: el todopoderoso
Stalin. Se cuenta que los arquitectos pasaron a Stalin dos proyectos con
variaciones en el tratamiento de columnatas y ventanas, para que eligiera. Pero
Stalin no eligió: firmó los dos proyectos en un momento de cansancio o despiste
biológico. Aterrados, los arquitectos prefirieron no preguntar y construyeron
cada ala del Moscú según un proyecto diferente y así complacían a Stalin
doblemente”.
El Hotel Moscú (hoy, Hotel Baltschug Kempinski),
uno de los más lujosos de la capital rusa.
(Fuente: Moscow Cityseekr)
Vázquez Montalbán describe al pueblo ruso sin
victimizarlo, porque siempre busca en él los gérmenes de la contestación. De
algún modo, esa crítica impía era la de sí mismo, la propia adecuación de su
ideología a la realidad. Y la realidad es siempre heterodoxa. Por eso busca
incansablemente a los bohemios, a los soldados derrotados, a los que no
encajan, busca las notas discordantes, las brechas de oscura luz: “La importancia del barrio se debe a lo que
se dice de él y lo que no se dice. En la esquina de una de las calles que van a
desembocar a la del Arbat está el instituto psiquiátrico, en el que el
breznevismo ingresaba a los disidentes, y la propia calle del Arbat es un
centro contracultural de la perestroika
radical, en el que puedes encontrar a baladistas callejeros supervivientes de
la guerra de Afganistán que cantan canciones en las que más o menos se
preguntan ¿para qué?, o el centro georgiano, en el que se expone una exposición
flagelante contra la reciente represión del ejército soviético en Georgia. Los
jóvenes moscovitas quieren hacer del Arbat su Barrio Latino, caldo de cultivo
de algún posible Mayo del 68 a
la francesa”.
La célebre y céntrica calle Arbat
de Moscú en una fotografía de 1990.
(Fuente: Virtual Tourist)
de Moscú en una fotografía de 1990.
(Fuente: Virtual Tourist)
Ésa es la grandeza del libro: el desmantelamiento del
comunismo histórico, la revisión honesta del observador incansable, ejercida
por un escritor comunista. Nada de tópicos, nada de fraseología. Jrushchov es,
por esta razón, otro de los protagonistas. ¿Por qué falló su proceso de
esclarecimiento, de apertura, en caso de que fuera realmente sincero? El autor
opina que un hombre de dentro, que un político del sistema no podía desmantelar
lo que parecía que Gorbachov iba a poder, por fin, superar. Pero es que Jrushchov
mismo no pudo más que garantizar la seguridad de los demás diputados del PCUS, Jrushchov
mismo se había distinguido como carnicero fundamentalmente en Ucrania, Jrushchov
no podía negarse a sí mismo, no podía investigarse a sí mismo ni abandonar la
lógica de la purga.
El viajero es en este libro un impenitente indagador de
rincones históricos, detalles significativos, placas olvidadas, inscripciones
enigmáticas. Su instinto analítico lo engulle todo, lo interpreta todo, se
informa de todo.
Absolutamente imprescindible es el extenso capítulo
tercero, “Lo nuevo, lo viejo y lo inevitable”, dedicado a describir cómo la
fertilísima cultura vanguardista de los años veinte (cubismo, constructivismo,
formalismo) fue sustituida por el realismo socialista y los clasicismos
estalinistas. Causa verdadero pasmo comprender qué frágil y maravilloso mundo
aplastó el estalinismo. La Edad de Oro del arte ruso la
sitúa el autor entre 1918 y 1932: “El
esplendor creador de los años veinte, que tan deslumbrante imagen dio del Moscú
revolucionario, fue posible precisamente porque las vanguardias en gestación
antes de la revolución la asumieron como un instrumento de proyección. Grandes
artistas como Tatlin, Kandinsky, Chagall, El Lisitski, Malévich, Meyerhold,
Esenin, Ródchenko, Gabo, Vesnin, Varvara Stepánova y tantos otros se avinieron
a hacer “arte aplicado” y conectado con las necesidades revolucionarias sin
perder sus propios códigos lingüísticos”. Y esta es precisamente la clave: todo terminó
cuando se hizo difícil o imposible la conservación de los idiomas propios
(idiomas artísticos, ideológicos, étnicos), que son la espontaneidad, que son
la vida mental y la garantía de poder seguir ejerciendo la crítica y la
exploración. Todos aquellos artistas fueron deportados, asesinados, reeducados,
se suicidaron (Mayakovski), se deformaron o tuvieron que huir.
Resultados del primer Plan Quinquenal,
de Varvara Stepánova (1894-1958),
representante destacada del
constructivismo ruso.
(Fuente: Kayleight Mahon Graphic Design)
A veces, la visita del autor cobra un carácter casi
virtual, porque su afán es interesarse más por lo que no pudo ser que por lo
que, efectivamente, fue. Un deseo que tiene mucho que ver con la trayectoria de
Tatlin, el que proyectaba cosas irrealizables: “Pintor y escultor espléndido, fue un precursor en la utilización de
nuevas texturas, colores, geometrismos, composiciones. Su prestigio era ya
considerable en el momento de producirse la revolución y lo puso a su servicio,
mediante el Plan Lenin de Propaganda Monumental. Su proyecto de monumento a la III Internacional fue una de las
piedras de toque entre lo viejo y lo nuevo relacionado con lo posible o lo
imposible. Trabajó como profesor en materias como el cine, la fotografía, el
teatro, la pintura y, ante las acusaciones de artista especulativo, se dedicó a
diseñar y programar cosas prácticas, aunque siguió teniendo un sentido
demasiado poético de lo práctico. Por ejemplo, en 1932 dejó boquiabierta a la
burocracia cultural al presentar su proyecto de máquina voladora, el Letatlin.
Hasta su muerte, Tatlin siguió ideando cosas que no llegaron a realizarse”.
Diseño del monumento a la Tercera Internacional, de Vladímir Tatlin (1920):
esbozo desde el ángulo cenital y proyecto ultimado.
El estilo de Vázquez Montalbán era único. Él era
insustituible. Era el soñador y el crítico lúcido, y por descontado Moscú de la Revolución es una muestra
evidente de ello. Yo, por lo menos, siempre echaré de menos sus columnas de la
página final de El País. Sus
comentarios siempre irónicos, cimentados sobre una erudición monstruosa, pero
que sabía mantener medio desapercibida: “En
la edición española de 1982, supongo que revisada por los propios soviéticos,
de El arte en los países socialistas
de la Academia
de las Artes de la URSS ,
se hacen equilibrios para asumir la vanguardia, revelar sus poquedades, no
condenar del todo el estalinismo e instalarse en su superación. Es una muestra
de que el happy end no sólo es
posible en las películas de Frank Capra”.
Sin embargo, Moscú
de la Revolución es un intento de happy
end, mucho más serio que el de los envarados controladores del arte oficial
soviético, final razonable que el sentido de las cosas no tardaría en volver a
torcer.
Sello postal emitido por la URSS en 1988 para divulgar la perestroika
(‘reestructuración’), promovida por Mijaíl Gorbachov el año anterior.
(‘reestructuración’), promovida por Mijaíl Gorbachov el año anterior.
[1] Manuel Vázquez
Montalbán: Moscú de la Revolución.
Editorial Planeta, Barcelona, 1990. 280 pp. Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 -
Bangkok, Tailandia, 2003) fue un prolífico narrador, poeta, periodista,
humorista y un hombre polifacético
próximo al comunismo catalán y antifranquista militante (sometido a consejo de
guerra en 1962, sufrió tres años de prisión en Lleida). El protagonista de sus
novelas negras, traducidas a varios idiomas, Pepe Carvalho, adquirió fama
internacional (más información aquí).
[2] Sobre los
movimientos artísticos de vanguardia soviéticos véase Vanguardia
rusa 1910-1930.
[3] Nombre con el que fueron conocidos los miembros
del Partido Social Revolucionario (SRs), fundado en Rusia en 1901 y rival del
Partido Bolchevique durante el período revolucionario de 1917.
Esta
es una nueva entrega de la serie de artículos “Viajeros por Rusia”, de la que
es autor Andreu Navarra Ordoño. La primera, dedicada a Ferran Valls i Taberner,
se publicó en Impedimenta el 7 de enero de este año (véase aquí). La segunda,
dedicada a Antoni Rovira i Virgili, apareció en dos partes el 3 y el 20 de mayo
(véase aquí).
Clicar sobre las imágenes para ampliarlas.
No he ledo esta obra de Vàzquez Montalban, pero después de tus explicaciones, me alegro no haberlo hecho, creo que ahora es cuando me gustará retomar esta historia tan presente y actual como es la rusa, a travès de la visión de un gran escritor como fue Vàzquez Montalban. Siempre digo lo mismo, aquí se viene y se sale aprendiendo algo nuevo y magistral como son tus entradas. Enhorabuena
ResponderEliminarGracias Andreu por tus inestimables artículos, gracias Albert por tu magnífica plataforma, y debemos ser también agradecidos con el gran Moltalbán.
ResponderEliminarUn saludo a los dos.
Fus, siempre vale la pena leer a Vázquez Moltalbán, que no sólo fue un gran escritor y periodista, sino también un hombre comprometido: su voz nos sería muy necesaria en estos tiempos.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
Cesc, gracias a ti por seguir con tanta atención este blog. Yo le estoy más que agradecido a Andreu por cederme sus excelentes artículos.
ResponderEliminarUn abrazo cordial.