(Fuente de la foto: Jet Set Together) |
Enisa
Bukviċ es una escritora bosnia de religión musulmana (es decir, bosnia y bosniaca
a la vez) que reside en Roma desde que se casó con un italiano, en 1987. Su
prosa no tiene pretensiones literarias, lo que escribe son más bien unas
memorias autobiográficas donde habla de su país y de temas sociales, expresa
sus puntos de vista acerca de las diferencias culturales con respecto a Italia,
y denuncia las mentiras, las tergiversaciones y la desinformación divulgadas
por los mass media (discúlpeseme el anglicismo) acerca de lo sucedido en
la extinta Yugoslavia y, en particular, en Bosnia y Herzegovina durante los
trágicos años ─entre
1991 y 2001─
en que aquella parte de los Balcanes se vio envuelta en guerras sangrientas que
hubieran sido inimaginables apenas una década antes.
En su
libro Il nostro viaggio, prologado por Predrag Matvejeviċ, desgrana los
recuerdos de sus “años felices” de infancia y juventud en una Yugoslavia
federada, en la que el mariscal Tito ─sin duda el menos tiránico de los
dictadores europeos─ supo
evitar (salvo alguna que otra excepción) los enfrentamientos entre las distintas
comunidades del país, y colma las páginas de anécdotas e informaciones
curiosas, sobre todo para quienes no se han acercado a lo que se ha dado en
llamar “espacio yugoslavo”, ocupado actualmente por siete estados
independientes.
En el
texto que sigue se percibe el ritmo de la vida en el país de origen de la
autora, donde la sensación de agobio y estrés parece no existir: el tiempo da
para mucho más de lo que se pudiera creer, algo que me sorprendió gratamente
cuando visité Bosnia y Herzegovina durante varios días, hace unos cuantos años,
tiempos en los que aún eran muy recientes y evidentes, física y psíquicamente, las terribles
cicatrices de la guerra y muy claros los ámbitos de confrontación.
Albert Lázaro-Tinaut
El ritual del café en Bosnia y Herzegovina
Por Enisa
Bukviċ
Al
principio no lograba acostumbrarme al café preparado al modo italiano, aun
sabiendo que está considerado uno de los mejores del mundo, pero no me gustaba.
Era demasiado fuerte y amargo para mi gusto. Mi marido había descubierto un
café americano, menos tostado, de una coloración más clara, que yo podía moler
en el pequeño molinillo, el mlin, que me había traído de Sarajevo como souvenir.
De este modo conseguía un polvo muy fino que me permitía preparar el café como
se hace en Bosnia, donde se conoce como turco.
Mientras lo molía recordaba el ritual con el que empezaba la jornada en mi tierra. Recién levantada, lo primero que hacía era poner agua a hervir y, mientras tanto, molía el café. Luego echaba el polvo recién molido en el recipiente apropiado para ello, que se denomina džezva y tiene una forma característica, ancho por abajo y estrecho por arriba, y añadía el agua hirviendo. A continuación, aquella mezcla se hacía hervir de nuevo, pero teniendo cuidado de que la espuma no desbordara, ya que en ese caso el café no sale bueno.
La bebida
preparada así se suele servir en unas pequeñas tazas, llamadas fildžan.
El café se consume lentamente ─durante 30 o incluso 90 minutos─, siempre en compañía de familiares o
vecinos. Ese tiempo permite que cada una de las personas presentes puede
expresar sus pensamientos, buenos y malos. Una amiga bosnia ha definido muy
bien este ritual con la expresión “café-socialización”, una especie de
psicoterapia diaria. Cada persona explica sus preocupaciones, sus temores o
algún acontecimiento reciente, incluso si es cómico, y también se hacen chistes;
así, el ritual tiene una doble finalidad terapéutica: permite que unos escuchen
a otros y se obtengan efectos beneficiosos con las risas.
Una džezva. |
Después de
la consumición ─incluso
hasta cinco fildžan de café─ se da vuelta a las tacitas y,
cuando se secan, se lee el futuro en los posos que han quedado al fondo del
pequeño recipiente. Todos los bosnios conocen alguna figura y su significado, y
algunos son muy habilidosos para ello, por lo que se les suele invitar en ocasiones, o se va directamente a sus casas a tomar el café para
poderles preguntar acerca de lo que ha quedado al fondo del fildžan y
saber si el día que tenemos por delante será bueno o malo.
Vertido del café en un fildžan. (Fuente de la foto: Jet Set Together) |
Aprendí a
interpretar el futuro escrito en las tacitas de café durante mis estudios
universitarios, en la Casa del Estudiante de Sarajevo, y desde que llegué a
Italia, de vez en cuando leía los posos de café de mis amistades italianas;
pero como insistían en que lo hiciera siempre, acabé abandonando ese pequeño
ritual porque me parecía demasiado repetitivo y aburrido. Así pues, dejé de
preparar el café al modo bosnio y al cabo de un año pasé a la tradición
italiana; sin embargo, aún consumo mi café como se hace en Bosnia. Todos los
días me levanto temprano, alrededor de las 6 de la mañana, preparo el café y me
lo llevo a la cama para ir sorbiéndolo despacio, mientras reflexiono y planeo las
tareas del día. Es un buen rato ─entre 30 minutos y una hora─ que me dedico a mí misma, para
alimentar positiva y constantemente mi espíritu. Si tengo que ir a algún sitio
y he de salir temprano, me levanto una hora antes para poder dedicarme ese
tiempo y saborear el café como estaba acostumbrada a hacerlo. Y si tomo un café
en un bar, lo pido siempre en tacita, nunca en vaso de cristal, y lo voy
saboreando despacio, a pequeños sorbos, y si puede ser, sentada. Quienes están
conmigo esperan pacientemente a que concluya con sosiego ese ritual tan
importante para mí. Mis amigos ya conocen esa costumbre, y a quienes todavía no
la conocen, les explico que no sé tomarme un café deprisa, como suelen hacer los
italianos.
El poso de café en el fildžan. (Foto © itanari.com) |
Otro
recuerdo estrechamente relacionado con el café es el tueste. Nosotros lo
compramos crudo, casi siempre a granel y por kilos. En casa se tostaba cada vez
que se iba a tomar. Mi abuela, cuando yo era muy pequeña, lo tostaba en un šiš,
encima de las brasas de la cocina económica de leña. Ese instrumento, de
hierro, tenía forma cilíndrica y se manejaba con un largo mango, que era
también de hierro. El šiš se cerraba por arriba mediante una pequeña
tapa que servía para abrirlo y volverlo a cerrar: no creo que cupiera en él más
de medio kilo de café. Durante el tueste, había que ir girando el šiš,
para lo cual era utilísimo el mango, que permitía estar un poco lejos del
calor. De vez en cuando había que sacarlo de las brasas para mezclar bien el contenido,
agitándolo, pero sin abrirlo: eso evitaba que los granos de café se quemaran
por un solo lado.
Un šiš. (Foto © Dragutin Matoseviċ) |
Durante
esa operación, el café desprendía un aroma tan intenso que se propagaba por
toda la casa y se difundía incluso fuera. Mi abuela me permitía participar
solamente en esta última fase del tueste para que no me quemara. Durante el
procedimiento, los granos de café producían un sonido muy agradable. Esos
sonidos y esos aromas fueron muy importantes durante mi infancia.
Enisa Bukviċ
nació en Bijelo Polje (Montenegro) y pasó su infancia y su juventud, excepto
durante sus estudios universitarios en Sarajevo, en la ciudad de Brčko, situada
en el noreste de Bosnia, a orillas del río Sava, que la separa de Croacia. Está
licenciada en ciencias agroalimentarias. Reside en Roma desde 1989 y escribe
sus obras en italiano. No se la debe confundir con una modelo bosnio-sueca del
mismo nombre.
Este
texto, traducido del italiano por Albert Lázaro-Tinaut, está extraído del libro
de Enisa Bukviċ Il nostro viaggio, Infinito edizioni, Marino (Roma),
2008.