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Jerzy Pilch. (Foto © Wojciech Druszcz / East News) |
Mucho se ha dicho sobre los conceptos de centro y
periferia, tanto desde el punto de vista cultural (Yuri Lotman,
por ejemplo, en el terreno de la semiótica) como, sobre todo, desde
concepciones políticas y económicas, que suelen superponerse. El antropólogo
sueco Ulf
Hannerz hace una reflexión atinada: “Es claro que el
‘imperialismo cultural’ tiene mucho más que ver con el mercado que con el
imperio”; y luego, tras referirse a la homogeneización global, apunta que “los
grandes movimientos transnacionales de tiempos recientes no parecen haber
estado completamente organizados para poder recorrer la totalidad del camino
entre el centro y la periferia”. [1]
Por otra parte, el eminente economista, también sueco,
Gunnar
Myrdal (adalid de los mercados, definido por unos como
“antifeudal y antifascista”, y por otros como “anticomunista y fervoroso
liberal demoburgués”) ya se refería en los años 70 del pasado siglo a los
países periféricos como “Estados débiles”, y desde su supuesta equidistancia
equiparaba subdesarrollo y marginalidad con periferia en el contexto del
intercambio desigual.
Aunque, aparentemente, los puntos de vista económicos
distan bastante de las realidades culturales, sin duda el “mercado” tiene mucho
que ver en el asunto, y así lo da a entender, con su estilo desenfadado e
irónico, Aleksandra Lun en el texto que reproducimos a continuación, que viene
como anillo al dedo a este espacio dedicado, precisamente, a las culturas
periféricas.
Albert
Lázaro-Tinaut
[1] U. Hannerz: “Escenarios para las culturas periféricas”, en Alteridades, México, 1992 (2), pp. 94-108.
֎ ֎ ֎
Alfabetos extraterrestres
Por Aleksandra
Lun
A finales
de mayo de 2020 falleció en Polonia el escritor Jerzy Pilch, un peso
pesado de la literatura polaca y un perfecto desconocido fuera de su país.
Algunos libros suyos llegaron a publicarse en los idiomas fuertes del orden
cultural internacional: uno en francés, tres en inglés, dos en español. Pasaron
sin pena ni gloria por las áreas geográficas respectivas: en España, los dos
títulos publicados por Acantilado en los años 2000, Casa del
Ángel Fuerte y Otros placeres, se reseñaron y se
olvidaron. Muerto Pilch, no se traducirán más libros suyos a ningún idioma,
pues lo peor que puede hacer un escritor de Europa del Este poco
traducido es morirse. Como sus libros en los almacenes de las distribuidoras
occidentales, Pilch se irá desintegrando, poco a poco encontrando el camino al subsuelo
de la llamada literatura universal, que de universal no tiene nada, pues
consiste, en su acepción más popular, en obras escritas o traducidas en Occidente.
Como
tantos otros escritores importantes, Pilch no formará parte de
ese canon porque tuvo la mala suerte de nacer en una lengua
hermética. El polaco es el Fitzcarraldo de los idiomas europeos:
traducir a un autor polaco es querer construir un teatro en la selva amazónica.
Intentar que los medios de comunicación se interesen por él es transportar un
barco gigante por encima de una montaña. Para despertar el interés del público
por un autor polaco hay que ser un Werner Herzog dispuesto
a todo. Culpar de esa injusticia histórica a las editoriales sería
culpar del mal tiempo a los excursionistas. Los editores que publican a autores
polacos ya de por sí son personajes trágicos: hagan lo que hagan, están remando
a contracorriente. Hace poco leí la reseña de una escritora española que
recomendaba la novela de una autora polaca “a pesar de que la acción del libro
suceda en Polonia”. En este sentido, Stanisław Lem fue
un visionario que supo que lo más importante era situar la acción de su novela
más famosa, no en Polonia, sino a bordo de una nave espacial. También lo
acabaría sabiendo George
Clooney.
La originalidad de la escritura de Pilch la agrava el hecho de que sea un autor con pasaporte polaco y que escribe en polaco, pero que no encaja en las expectativas que Occidente tiene sobre la literatura polaca, demostrando de paso la absurdidad del concepto de literatura nacional. Pilch no tiene ninguna vocación histórica o moral, nadie de su familia pereció en un campo de exterminio y ni siquiera es católico, sino luterano. Con su irónico estilo bíblico (ya nadie nunca volverá a escribir así), escribe sobre la región de la que proviene, la Silesia de Cieszyn, sobre sus extravagantes familiares, sobre su amado equipo de fútbol, el Cracovia, sobre sus relaciones sentimentales, sobre sus amigos, sobre el alcohol, sobre su vida con la enfermedad de Parkinson, sobre la literatura. Es un outsider literario, distinto a todos los demás, una anomalía perfecta, un caballero en el país de los bordes, un miembro de la selecta escuadrilla de escritores capaces de sobrevolar con ligereza el dolor y la angustia, una supernova que, con su humor elegante, hizo estallar desde dentro un sistema literario ensimismado en su pasado traumático.
El último
problema de Pilch es uno de los problemas más bellos que puede tener un
escritor: como muchos de los más grandes, no es un robot. Escribió algún libro
imperfecto. Un libro imperfecto de un autor anglosajón se traduce en todas
partes; a los escritores periféricos, como a los alumnos desaventajados, se les
exige la perfección. Y la perfección, en palabras de Alexis Jenni, consiste en
obedecer las normas. El sistema comercial en el que está sumergida la
literatura hoy en día nos ha acostumbrado a trayectorias impolutas, igual de
falsas que los cuerpos perfectos que nos muestra la publicidad y las
vidas perfectas que nos muestran las redes sociales. La entrega de los
grandes premios como el Nobel viene precedida o seguida de una
retahíla de otros premios, de biografías salpicadas de éxitos, de trayectorias
lógicas y expansivas, como si un escritor fuera un deportista de élite
coleccionando los palmarés de las competiciones. Pero si la literatura no
consiste en la perfección, ¿en qué consiste? Pilch decía que la esencia de la
literatura era el olvido.
«La
literatura es un archivo de sueños, un diccionario de sueños, incluso la novela
más realista no es más que un sueño muy tangible descrito con mucha precisión”
–escribe en La zurdera perdida para siempre (inédito en
español), y añade–: “No leemos libros para recordarlos. Leemos libros para
olvidarlos, y los olvidamos para volverlos a leer. Una biblioteca es un archivo
de sueños olvidados pero fijados, la oportunidad de un retorno sin fin.»
La falta
de perfección no hace que sea peor escritor: hace que sea un escritor más
auténtico, y también más valiente. No es difícil tener una trayectoria impoluta
publicando un libro cada cinco años, dejando ver al mundo la versión más
corregida y destilada de nosotros. Pilch escribía mucho y publicaba mucho, con
el coraje de un soldado raso corriendo hacia las bayonetas. Bolaño decía
que la batalla más grande de un escritor sobreviene en sus obras secundarias:
la batalla más épica que libró Cervantes no fue con el Quijote,
sino con las Novelas ejemplares. Ese principio se puede aplicar a
Pilch y a sus obras menores. La escritura, como todo acto creativo, es una
maestra de la derrota. Los escritores solo se parecen a los deportistas de
élite en un aspecto crucial: quien no aprende a convivir con el fracaso tiene
que retirarse.
Mientras
tanto, vivimos de espaldas a los escritores de culturas periféricas porque no
tenemos acceso a su obra, como si estuviera escrita en jeroglíficos. Sus libros
no pertenecen a la literatura universal, como tampoco pertenecen a ella los
libros no escritos de los esclavos que construyeron las pirámides egipcias, de
los campesinos ucranianos que murieron en la gran hambruna, de las mujeres
quemadas durante la caza de brujas, de los congoleses asesinados recogiendo
caucho. Pero todos esos libros, no escritos y no traducidos, siguen con
nosotros: son libros fantasmas que agitan sus cadenas y nos persiguen por los
corredores vacíos de nuestro relato colectivo, susurrando que les dejemos
entrar en nuestras vidas.
«He leído
con atención a muchos autores, a menudo varias veces, y me acuerdo de muy poco»
–sigue Pilch sobre la desmemoria– «Pero, de hecho, si me acordara bien de
ellos, sería más pobre, más infeliz; estaría más cerca del final, ya parcialmente
muerto. Porque si estuviera totalmente seguro de conocer bien Doctor
Fausto de Thomas Mann, también tendría la sensación de que es un libro
muerto, la seguridad de que ya no lo volveré a leer.»
Los
escritores periféricos nos ofrecen el regalo de una vida inédita, de un nuevo
comienzo en otro lugar, de un mundo inexplorado. Y no tienen prisa. «Os
esperamos aquí», musitan desde los márgenes de la literatura universal, «os
esperaremos hasta el final. Hasta el futuro.» ¿Y nosotros? ¿Sabremos crear un
futuro en el que un satélite detectará la galaxia de los escritores perdidos?
¿Descifraremos sus alfabetos extraterrestres? Nos especializamos en empresas
imposibles: hemos pasado de saltar de árbol en árbol a patentar el ascensor. Y,
como Fitzcarraldos que somos, tenemos que encontrar la manera de transportar
aquel barco por encima de la montaña. Porque si la literatura, como dice Pilch,
es una biblioteca de sueños olvidados, la literatura universal solo
puede ser una biblioteca sonámbula. Una biblioteca que encontraremos si salimos
en búsqueda de los escritores perdidos. Si los buscamos en las paradas de los
tranvías nocturnos, en los parques cerrados desde el anochecer, frente a
semáforos en rojo que iluminan calles desiertas. Si los buscamos sin descanso,
si los buscamos con dedicación y esperanza, si los buscamos como si buscáramos
la teoría del todo. Aquella teoría que conecte por fin la relatividad
general con la física cuántica: el centro con la periferia. Quizá los
escritores perdidos sean la ecuación que todos andamos buscando.
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