“¡Los sueños del pueblo se harán realidad!”
Por Andreu Navarra Ordoño
La visita de Rovira a la URSS tenía un objetivo complementario para cualquier intelectual catalanista o cualquier defensor de las soluciones federalistas. Visitar la URSS y conocer la Constitución estaliniana de 1936 permitían asistir al experimento único de la forja de un ente supraestatal de nuevo cuño (un imperio, como se vería después) sobre fundamentos confederales. Hasta aquella fecha, sólo el Imperio austrohúngaro, derruido en 1918, y Suiza habían podido servir de cobayas en la Europa continental. Rovira dedicará un artículo (“Un fort estat multinacional”, del 11 de diciembre de 1938) y un estudio de mediana extensión (“Tornant de la URSS: les onze repúbliques federades”, publicado en Meridià entre 31 de diciembre de 1938 y el 14 de enero de 1939) al tema. En su opinión: “El ejemplo de la URSS prueba, pues, que es factible dar a los estados una unidad auténtica, resistente y duradera, sin apelar a los procedimientos de absorción y dominación que caracterizan al unitarismo”. Estas palabras denotan un verdadero deseo de que el
ejemplo soviético dote de legitimidad a la tradición federalista, que es
bien fuerte en Cataluña desde mediados del siglo XIX.
La Constitución de Stalin (1936)
según un cartel propagandístico
de la época.
Pero Rovira i Virgili, en 1938, no puede hablar mal de la URSS, el único aliado del gobierno legítimo de España. Cualquier crítica al sistema soviético no sólo hubiera podido perjudicar a las relaciones con el nuevo monstruo, sino que hubieran sido consideradas, en 1938, derrotismo y traición, lo cual no era una broma cuando cualquier día podías aparecer tirado en una cuneta. Rovira necesita que el sistema soviético funcione, porque si no funciona son un castillo de naipes no sólo el Frente Popular que sustenta la resistencia republicana, sino también todo el andamiaje del nacionalismo catalán de izquierdas, el proyecto de toda su vida.
Y todo se vendría abajo en 1940. En cuanto Rovira se entera de que Stalin ha firmado un tratado de no agresión con Hitler [1], no cabe en sí de asombro y se anima a publicar las crónicas que sus escrúpulos de demócrata liberal le habían dictado dos años antes: encontramos en estos últimos artículos dudas sobre el valor real de la ideología comunista tal como se ha implantado en Rusia, dudas sobre el valor real de Pravda como hoja informativa, dudas sobre el entusiasmo colectivizador de los campesinos y los científicos y, sobre todo, escepticismo ante la falta de libertades evidente en el país. Entonces, las conclusiones a las que llega son virtualmente idénticas a las vertidas por el conservador Valls i Taberner en 1928: “Hemos esclarecido nuestras ideas sobre el régimen soviético y sobre la evolución de Rusia. En lo material, la URSS es mucho más fuerte que en lo espiritual, y ya hemos indicado el grave peligro de este desequilibrio. Para resumir en una frase nuestras impresiones, diremos que en 1939 la URSS nos ha dado la sensación de unos Estados Unidos sin capitalistas y sin libertad individual”. Falta de orientación ética, deshumanización, dependencia del poder arbitrario de una cúpula reducida, he aquí los problemas que vio Rovira en los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial.
Nuestro autor no llegó a decir nada, sin embargo, sobre las políticas totalitarias del dictador, ni sobre la represión brutal del marxismo no ortodoxo, y eso que vivió la guerra y las contradicciones de su propio bando de muy cerca. Precisamente en 1940 iniciaba Stalin sus movimientos de expansión territorial. ¡Una suerte que Rovira, que murió en Perpiñán en el año 49, no viera lo que ocurrió en Budapest en 1956, ni alcanzara lo de Praga en 1968! ¿Dónde hubiera ido a apoyar su fe en los nudos estatales regidos por la cordialidad y el entendimiento mutuo?
Pero volvamos a 1938. En ese momento, nuestro intelectual confía ciegamente en Stalin y el experimento soviético, no sabemos si forzado por el alineamiento forzoso del régimen que defiende o movido por una fe totalmente sincera. Lo cierto es que el Moscú que vio Rovira no era la ciudad populosa y venida a menos que había visitado Valls i Taberner. Diez años después, Stalin se ha consolidado totalmente en el poder, ha desarrollado su política de purgas y ha dotado a la capital de las grandes obras públicas con que soñaba demostrar su poder indiscutido.
Si uno analiza lo que vio Valls en Moscú y lo compara con lo que vio Rovira, surgen explicaciones interesantes. El historiador conservador vio en Moscú una Babel de mil razas asiáticas distintas mezcladas en una ciudad que carecía de taxis. En cambio, Rovira indicó en 1938 que en Moscuá (lo escribe así, dice, para respetar la pronunciación de los rusos) dominaba el “elemento nativo”. El autor de La nacionalització de Catalunya dejó estas impresiones tan distintas: “La visión de Leningrado nos había mostrado ya la URSS como un gran pueblo en reconstrucción y en crecimiento. Si la ciudad fundada por Pedro I ha sido objeto de una importante reforma urbana y ha pasado en pocos años de 1.600.000 habitantes a 2.800.000, Moscuá presenta aún más visiblemente el aspecto de una ciudad reconstruida y renovada”. Las ciudades arruinadas de los años veinte han dado paso a las nuevas realidades pujantes: “Cuando habéis venido a Moscuá después de pasar por París y por Londres, no tenéis ninguna duda de que hoy, en general, un ciudadano soviético está más contento que un ciudadano francés o inglés. Ha contribuido a este optimismo, no sólo la realidad, tangible para todos, de la elevación del nivel de vida, aún antes la visión directa de las grandes obras –colosales algunas– que han sido terminadas últimamente. […] El contraste entre la época del zarismo y la época actual es tan fuerte, que todos han de reconocer, en este punto, el éxito del régimen”.
Éste era, pues, el Moscú del triunfante Stalin. Una alegría unánime, una fascinación faraónica. Pobre del que mostrara públicamente su insatisfacción… El entusiasmo roviriano se desborda al contemplar un desfile militar (“L’exèrcit soviètic”, 16 de diciembre de 1938): “Ni las reseñas, ni las fotografías, ni los films pueden expresar suficientemente la impactante grandiosidad de un tal espectáculo”. Sin duda, Stalin sabía hipnotizar. Pero esta satisfacción bélica procede del sueño de ver colocadas frente al fascismo todas esas tremendas máquinas de guerra que se han visto desfilar. De haber sido trasladado a España una mínima parte de ese armamento, Franco hubiera tenido que huir Aragón adentro con la cola entre piernas.
Es en su valoración de la cuestión nacional “solucionada” por Stalin donde vemos más flecos sueltos y más ingenuidad. En otras palabras: Rovira no se enteró de nada. Creyó que realmente visitaba un Estado federal, en el que cualquier nación gozaba del derecho unilateral a la autodeterminación. Y cree que este derecho estampado sobre el papel es real porque los bolcheviques erigen estatuas al patriota ucraniano Shevchenko. Pero, ¿qué hay de la invasión rusa de Ucrania operada en 1918 para sofocar la República popular proclamada en Kiev? Rovira viaja a Jarkov pero nada le evoca esa represión, como tampoco se hace eco de la disolución del Congreso Nacional bielorruso.
Con la excusa de que sólo la clase trabajadora tenía derecho a erigir naciones, los bolcheviques clausuraban instituciones verdaderamente nacionales para sustituirlas por sucursales de su gobierno central. Stalin lo tenía muy claro: todo lo que era independentismo ucraniano era traición proalemana. Como nazis eran, según él, todos los pueblos que deportó arrancándolos de sus regiones, en una bacanal étnica sin precedentes, entre 1941 y 1944: alemanes del Volga (trasladados a Siberia), calmucos, chechenos, ingusetios, karacháis, balkarios y tátaros de Crimea. Luego se limpió Crimea de griegos, búlgaros, armenios, turcos, kurdos y otras minorías. Ésta era la nueva unidad en la variedad emprendida por el gobierno.
La visión de Rovira no era tan cruelmente cínica, pero pecó de ingenua y poco documentada. Él mismo concreta su teoría sobre las nacionalidades: “En un libro reciente, URSS et la nouvelle Russie, de Alfred Silbert, el autor consigna que en la URSS hay –¡no os asustéis!– 180 nacionalidades. Pero nosotros creemos que, de nacionalidades, de verdaderas naciones sólo hay, hoy por hoy, cuatro: Moscovia, Ucrania, Georgia y Armenia. Y aun cabe advertir que una parte del territorio nacional de Ucrania y Armenia está fuera de los límites de la Unión. ¿De dónde viene la enorme diferencia que aparece entre la cifra de 180 dada por Alfred Silbert y la de 4 que damos nosotros? Viene de dos diferentes conceptos de nación. Silbert considera como nacionalidades todos los grupos que tienen un carácter étnico o un lenguaje distinto, y nosotros consideramos que la nación es una personalidad colectiva consciente, un alma”.
¿Cómo es posible que Rovira olvidara la religión como factor de diferenciación, o que despreciara el factor del idioma, fundamental en el caso catalán? Así pues, todos los grupos no cristianos y que no vivieron un proceso romántico-literario de afirmación nacional, no son más que tribus, y sus derechos pueden ser literalmente ignorados: “La nación, para nosotros, es una categoría superior en la jerarquía de los pueblos. Es el resultado de un ascenso en la formación espiritual y histórica de un grupo humano”. Y a ese perfeccionamiento sólo habían accedido rusos, ucranianos, armenios y georgianos. Por lo tanto, las demás entidades reflejadas en el derecho soviético en 1922 y 1931 (Turkmenia, Tadjiquia, Uzbequia, Azerbeiján, Kazajia, Kirguizia, [2] Bielorrusia) son poco menos que ficciones o inventos, no verdaderas naciones. Claro, es que sus habitantes no habían accedido aún a un grado superior de excelsitud espiritual. Ya llegaría la ocasión de educarlos.
[1] Véase aquí el texto íntegro de este tratado, firmado en Moscú el 29 de agosto de 1939.
[2] Nombres con los que eran conocidas las actuales repúblicas de Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán, Azerbaiyán, Kazajistán y Kirguistán.
Esta es la tercera entrega de la serie de artículos “Viajeros por Rusia”, de la que es autor Andreu Navarra Ordoño. La primera, dedicada a Ferran Valls i Taberner, se publicó en Impedimenta el 7 de enero de este año (véase aquí). La primera parte de este artículo apareció el pasado 3 de mayo.
Y todo se vendría abajo en 1940. En cuanto Rovira se entera de que Stalin ha firmado un tratado de no agresión con Hitler [1], no cabe en sí de asombro y se anima a publicar las crónicas que sus escrúpulos de demócrata liberal le habían dictado dos años antes: encontramos en estos últimos artículos dudas sobre el valor real de la ideología comunista tal como se ha implantado en Rusia, dudas sobre el valor real de Pravda como hoja informativa, dudas sobre el entusiasmo colectivizador de los campesinos y los científicos y, sobre todo, escepticismo ante la falta de libertades evidente en el país. Entonces, las conclusiones a las que llega son virtualmente idénticas a las vertidas por el conservador Valls i Taberner en 1928: “Hemos esclarecido nuestras ideas sobre el régimen soviético y sobre la evolución de Rusia. En lo material, la URSS es mucho más fuerte que en lo espiritual, y ya hemos indicado el grave peligro de este desequilibrio. Para resumir en una frase nuestras impresiones, diremos que en 1939 la URSS nos ha dado la sensación de unos Estados Unidos sin capitalistas y sin libertad individual”. Falta de orientación ética, deshumanización, dependencia del poder arbitrario de una cúpula reducida, he aquí los problemas que vio Rovira en los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial.
y Viacheslav Mólotov tras la firma
del Tratado de no agresión entre
Alemania y la URSS (Moscú,
29 de agosto de 1939).
Nuestro autor no llegó a decir nada, sin embargo, sobre las políticas totalitarias del dictador, ni sobre la represión brutal del marxismo no ortodoxo, y eso que vivió la guerra y las contradicciones de su propio bando de muy cerca. Precisamente en 1940 iniciaba Stalin sus movimientos de expansión territorial. ¡Una suerte que Rovira, que murió en Perpiñán en el año 49, no viera lo que ocurrió en Budapest en 1956, ni alcanzara lo de Praga en 1968! ¿Dónde hubiera ido a apoyar su fe en los nudos estatales regidos por la cordialidad y el entendimiento mutuo?
Pero volvamos a 1938. En ese momento, nuestro intelectual confía ciegamente en Stalin y el experimento soviético, no sabemos si forzado por el alineamiento forzoso del régimen que defiende o movido por una fe totalmente sincera. Lo cierto es que el Moscú que vio Rovira no era la ciudad populosa y venida a menos que había visitado Valls i Taberner. Diez años después, Stalin se ha consolidado totalmente en el poder, ha desarrollado su política de purgas y ha dotado a la capital de las grandes obras públicas con que soñaba demostrar su poder indiscutido.
Patinadores sobre hielo en el Parque Gorki de Moscú (1938).
(Foto © E. Evzerijin / askmoscow.com)
Si uno analiza lo que vio Valls en Moscú y lo compara con lo que vio Rovira, surgen explicaciones interesantes. El historiador conservador vio en Moscú una Babel de mil razas asiáticas distintas mezcladas en una ciudad que carecía de taxis. En cambio, Rovira indicó en 1938 que en Moscuá (lo escribe así, dice, para respetar la pronunciación de los rusos) dominaba el “elemento nativo”. El autor de La nacionalització de Catalunya dejó estas impresiones tan distintas: “La visión de Leningrado nos había mostrado ya la URSS como un gran pueblo en reconstrucción y en crecimiento. Si la ciudad fundada por Pedro I ha sido objeto de una importante reforma urbana y ha pasado en pocos años de 1.600.000 habitantes a 2.800.000, Moscuá presenta aún más visiblemente el aspecto de una ciudad reconstruida y renovada”. Las ciudades arruinadas de los años veinte han dado paso a las nuevas realidades pujantes: “Cuando habéis venido a Moscuá después de pasar por París y por Londres, no tenéis ninguna duda de que hoy, en general, un ciudadano soviético está más contento que un ciudadano francés o inglés. Ha contribuido a este optimismo, no sólo la realidad, tangible para todos, de la elevación del nivel de vida, aún antes la visión directa de las grandes obras –colosales algunas– que han sido terminadas últimamente. […] El contraste entre la época del zarismo y la época actual es tan fuerte, que todos han de reconocer, en este punto, el éxito del régimen”.
Éste era, pues, el Moscú del triunfante Stalin. Una alegría unánime, una fascinación faraónica. Pobre del que mostrara públicamente su insatisfacción… El entusiasmo roviriano se desborda al contemplar un desfile militar (“L’exèrcit soviètic”, 16 de diciembre de 1938): “Ni las reseñas, ni las fotografías, ni los films pueden expresar suficientemente la impactante grandiosidad de un tal espectáculo”. Sin duda, Stalin sabía hipnotizar. Pero esta satisfacción bélica procede del sueño de ver colocadas frente al fascismo todas esas tremendas máquinas de guerra que se han visto desfilar. De haber sido trasladado a España una mínima parte de ese armamento, Franco hubiera tenido que huir Aragón adentro con la cola entre piernas.
Despliegue del potencial militar soviético en la Plaza Roja
de Moscú el 14 de mayo de 1935.
(Foto © Bettmann / Corbis)
de Moscú el 14 de mayo de 1935.
(Foto © Bettmann / Corbis)
Es en su valoración de la cuestión nacional “solucionada” por Stalin donde vemos más flecos sueltos y más ingenuidad. En otras palabras: Rovira no se enteró de nada. Creyó que realmente visitaba un Estado federal, en el que cualquier nación gozaba del derecho unilateral a la autodeterminación. Y cree que este derecho estampado sobre el papel es real porque los bolcheviques erigen estatuas al patriota ucraniano Shevchenko. Pero, ¿qué hay de la invasión rusa de Ucrania operada en 1918 para sofocar la República popular proclamada en Kiev? Rovira viaja a Jarkov pero nada le evoca esa represión, como tampoco se hace eco de la disolución del Congreso Nacional bielorruso.
Con la excusa de que sólo la clase trabajadora tenía derecho a erigir naciones, los bolcheviques clausuraban instituciones verdaderamente nacionales para sustituirlas por sucursales de su gobierno central. Stalin lo tenía muy claro: todo lo que era independentismo ucraniano era traición proalemana. Como nazis eran, según él, todos los pueblos que deportó arrancándolos de sus regiones, en una bacanal étnica sin precedentes, entre 1941 y 1944: alemanes del Volga (trasladados a Siberia), calmucos, chechenos, ingusetios, karacháis, balkarios y tátaros de Crimea. Luego se limpió Crimea de griegos, búlgaros, armenios, turcos, kurdos y otras minorías. Ésta era la nueva unidad en la variedad emprendida por el gobierno.
Una familia de tátaros de Crimea deportados al Uzbekistán en mayo de 1944.
(Foto © Familia de Dilara Aslanovna Baganovna)
(Foto © Familia de Dilara Aslanovna Baganovna)
La visión de Rovira no era tan cruelmente cínica, pero pecó de ingenua y poco documentada. Él mismo concreta su teoría sobre las nacionalidades: “En un libro reciente, URSS et la nouvelle Russie, de Alfred Silbert, el autor consigna que en la URSS hay –¡no os asustéis!– 180 nacionalidades. Pero nosotros creemos que, de nacionalidades, de verdaderas naciones sólo hay, hoy por hoy, cuatro: Moscovia, Ucrania, Georgia y Armenia. Y aun cabe advertir que una parte del territorio nacional de Ucrania y Armenia está fuera de los límites de la Unión. ¿De dónde viene la enorme diferencia que aparece entre la cifra de 180 dada por Alfred Silbert y la de 4 que damos nosotros? Viene de dos diferentes conceptos de nación. Silbert considera como nacionalidades todos los grupos que tienen un carácter étnico o un lenguaje distinto, y nosotros consideramos que la nación es una personalidad colectiva consciente, un alma”.
¿Cómo es posible que Rovira olvidara la religión como factor de diferenciación, o que despreciara el factor del idioma, fundamental en el caso catalán? Así pues, todos los grupos no cristianos y que no vivieron un proceso romántico-literario de afirmación nacional, no son más que tribus, y sus derechos pueden ser literalmente ignorados: “La nación, para nosotros, es una categoría superior en la jerarquía de los pueblos. Es el resultado de un ascenso en la formación espiritual y histórica de un grupo humano”. Y a ese perfeccionamiento sólo habían accedido rusos, ucranianos, armenios y georgianos. Por lo tanto, las demás entidades reflejadas en el derecho soviético en 1922 y 1931 (Turkmenia, Tadjiquia, Uzbequia, Azerbeiján, Kazajia, Kirguizia, [2] Bielorrusia) son poco menos que ficciones o inventos, no verdaderas naciones. Claro, es que sus habitantes no habían accedido aún a un grado superior de excelsitud espiritual. Ya llegaría la ocasión de educarlos.
Bielorrusia es actualmente la única ex república europea
de la URSS
donde continúa imperando, de hecho, el sistema político
soviético.
(Fuente de la imagen: Belarus Politics /
www.belarusguide.com/as/law_pol/law_pol.html)
[1] Véase aquí el texto íntegro de este tratado, firmado en Moscú el 29 de agosto de 1939.
[2] Nombres con los que eran conocidas las actuales repúblicas de Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán, Azerbaiyán, Kazajistán y Kirguistán.
Esta es la tercera entrega de la serie de artículos “Viajeros por Rusia”, de la que es autor Andreu Navarra Ordoño. La primera, dedicada a Ferran Valls i Taberner, se publicó en Impedimenta el 7 de enero de este año (véase aquí). La primera parte de este artículo apareció el pasado 3 de mayo.
Generosa información querido Albert. Hace tres meses, además, participé en el Aula de Poesía de la Universidad que lleva su nombre. Te abrazo. Recibí la última plaquette, que leeré.
ResponderEliminarGracias por tu amable comentario y por seguirme siempre con atención, querido Ángel.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Leerte es cuestión de consciencia. De aprender a ser humanos como siempre debimos ser.
ResponderEliminarGracias, Elizabeth.
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