sábado, 3 de octubre de 2015

Apuntes sobre la vida y la obra de Henrik Ibsen

Henrik Ibsen en el Grand Café, litografía de Edvard Munch (1902).
(Fuente: Clarence Buckingham Collection)

Henrik Ibsen, un “enemigo” del pueblo 


Por Alberto Díaz Rueda

Caminaba, siempre taciturno, grave, pensativo; abismado en quién sabe qué nuevas ideas. Lo hacía con la gravedad y la apostura de un noble, consciente de su imponente figura, de la calidad de su traje y de la dignidad insobornable de su fama. Todos los días paseaba por Carl Johan, la principal calle de Oslo, hacia el Gran Café, donde le esperaba ya el solícito camarero junto a su mesa reservada. Henrik Ibsen, gloria nacional, tomaba asiento y contemplaba con mirada alerta y un sí es no es feroz a la vida que se desarrollaba ante él con la placidez cotidiana de la pacífica y provinciana capital noruega.

Aspecto del centro de Cristiania (nombre oficial –danés– de Oslo 
hasta 1925) en una tarjeta postal de principios del siglo XX.

Pero el genial dramaturgo había ejercido de “diablo cojuelo”, había alzado los grises tejados inclinados de las casas de su país y había escudriñado con hiriente lucidez en el alma íntima de su pueblo, de sus compatriotas. Ibsen se sabía el controvertido revulsivo de un pueblo apacible; él fue el primero en investigar la ácida psicología plena de confrontaciones, de hipocresía y de pasiones que encierra la vida de los hombres. Sin embargo, en ese momento, en el ocaso de su vida, se había convertido en un símbolo, en el paradigma viviente de algunos de sus personajes e ideas más críticas y luchadoras. Gozaba del difícil orgullo de ser una celebridad –con estatua erigida– no sólo en el mundo culto sino en su mismo país, aquel que tanto llegó a odiar y a fustigar y al que, paradoja frecuente y lógica, amó por encima de todo.

La alta sociedad noruega representada en una pintura 
de Christian Krohg, contemporáneo de Ibsen.
(Fuente: Nasjonalgalleriet, Oslo)

“Verdad y libertad”

“Las verdaderas columnas de la sociedad son la verdad y la libertad”, escribió Ibsen en una de sus obras, y trataría de ser fiel a esta frase. Conocía perfectamente la moneda crispante que hay que pagar a la sociedad por sustentar tales principios. Todo su teatro es una continua digresión, poética a veces, realista y cruda en ocasiones, siempre crítica, en torno a esa exigencia de verdad. Y la verdad no suele ser manjar adecuado, para la sociedad, generalmente está mixtificada por convenciones, respetos humanos, intereses y miedos. Por encima de toda esta “máquina” social represiva, Ibsen clama por una mayor autenticidad en las relaciones humanas, en el difícil enfrentarse a uno mismo ante el espejo. Y el resultado de tal actitud vital tiene en sus obras destellos hirientes que producen incomodidad e irritación en los noruegos de la época.

Escena de una adaptación para danza 
del drama Espectros, interpretada 
por el Ballet Nacional de Noruega 
en el Festival Ibsen de Oslo (2014).
(Foto © Erik Berg / Kulturkompasset)

También allende los fiordos la crítica se muestra deslumbrada pero a la vez incomprensiva ante el levantisco autor. De Espectros, tal vez la mejor obra de Ibsen, la prensa inglesa llega a decir: “Es una obra cándidamente obscena, positivamente abominable”. Sus compatriotas son menos sutiles y se atreven a lanzarle el terrible anatema socrático de “corruptor de la juventud”. Curiosamente, cierto paralelismo existe entre ambas trayectorias, en las actividades vitales del griego y el noruego.

Una sala del Museo Ibsen de Oslo.
(Foto © Clarence Buckingham Collection, 2006)

Escandaloso y polémico

Escándalo, controversia, polémica, interés, adoración... Henrik Ibsen no es indiferente a nadie. He repasado sus más importantes obras y se me hace difícil creer que levantaran tales pasiones. El tiempo ha dado una pátina clásica, plena de autoridad, a las páginas ibsenianas. Uno las contempla con el mismo respeto con que se lee a Shakespeare, a Pirandello, a Wilde o a Bernard Shaw. La Nora de Casa de muñecas; el Oswald de Espectros; el Peer Gynt; Brand y su furibundo ataque a la puritana complacencia burguesa del noruego medio; la magnífica Un enemigo del pueblo, esa lucha del individuo contra la sociedad corrompida, una lucha tan pesimista e infructífera; la “amoralidad” con que fue tildada La comedia del amor; las contradicciones femeninas de Hedda Gabler; la crítica política de La unión de los jóvenes o la peculiar ortodoxia religiosa de Ibsen en la discursiva El emperador y los galileos... todas las características del teatro del genial dramaturgo están teñidas de una profunda convicción humanística, con el identificable baño de singularidad noruega y la profundidad psicológica y el pesimismo de un hombre que no cree demasiado en sus congéneres, que condena y denuncia sus defectos, sus arbitrariedades y sus egoísmos, pero que, sin lugar a dudas, no deja de amarlos por ello.

La eminente actriz estadounidense 
Elizabeth Robins (1862-1952) en el 
papel de Edda Gabler (el fotograbado 
es de finales del siglo XIX).
(Fuente: Eclectic Oversize Art and Photo Gallery)

Henrik Ibsen se nos antoja a menudo el trasunto de uno de sus personajes, aquel que en El pato salvaje ve derrumbarse el ficticio edificio de paz familiar en el que creía porque le sustentaba. También desde muy joven, quizá desde sus tiempos de empleado de una farmacia y autor de opúsculos escandalosos y epigramas burlescos contra la sociedad de Grimstad o tal vez desde su fracasada experiencia como director artístico del Teatro Nacional, Ibsen se dio cuenta que muchos valores de su época tenían los pies de barro. Fustiga a sus contemporáneos pero lo hace respetando las reglas del juego. Conocedor de la compleja trastienda teatral, por sus cargos profesionales, Ibsen introduce en el drama la dimensión psicológica y simbólica incrustada en una concepción realista, casi expresionista, de la escena.

Tarjeta postal de principios del siglo XX. En esta casa de Grimstad residió 
Ibsen entre 1846 y 1850, período en que ejerció de aprendiz de farmacéutico.
(Fuente: www.nb.no)

Plantear problemas...

“Mi papel es plantear problemas y no dar respuestas”, aseguró Ibsen ante el escándalo de sus críticos, que le censuraban acremente: “El público va al teatro a conmoverse o a reír, no a descifrar enigmas y acertijos”. Obviamente el tiempo dio la razón a Ibsen y su teatro ha sido –y será– semillero de ideas para muchos dramaturgos. Se puede asegurar sin temor a provocar reticencias que Ibsen fue uno de los iniciadores del arte dramático de nuestros días. 

Pero, independientemente de su habilidad técnica y su profundidad psicológica, de sus alardes críticos, Ibsen fue un intelectual admirable y coherente pese a todos sus defectos y sus complejos (sabido es, por ejemplo, el de “nuevo rico” que le caracterizó en sus últimos años, él que había rozado la ruina absoluta en dos ocasiones durante su vida) y aún parece resonar en la conciencia de los hombres cómodos aquella frase en la que resumía su compromiso, su militancia a favor del “tercer reino”, el del “espíritu de la verdad y la libertad”: “Mi meta –decía– es torpedear el arca”. El arca donde sesteaban, satisfechos y corrompidos, aquellos que son totalmente incapaces de “pensar y vivir con grandeza”. 

Ibsen nació en marzo de 1828 en el pueblecito de Skien, al sur de Noruega, y murió en 1906 en Oslo.

La granja Venstop, en las afueras de Skien, localidad natal de Ibsen, 
donde vivió el futuro dramaturgo durante su infancia, entre 1828 y 1843. 
(Fuente: Norway Road Ways, 2014)


(Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia
de Barcelona, el 21 de abril de 1978. IMPEDIMENTA agradece 
al autor su autorización para reproducirlo.)

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