domingo, 30 de agosto de 2015

A vueltas con la educación: una ojeada al modelo sueco

(Fuente de la fotografía: La Educación Que Nos Une / www.laeducacionquenosune.org)

En 1980, el eminente escritor italiano Italo Calvino decía en un artículo: “Un país que destruye su escuela no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o el coste sea excesivo. Un país que echa por tierra la educación ya está gobernado por aquellos que tienen algo que perder con la difusión de los conocimientos”. [1]

El debate (tal vez convenga pluralizar: los debates) sobre la educación a principios del siglo XXI suelen tratar de los cambios sociales que se han producido durante las últimas décadas, el papel que deben desempeñar las nuevas tecnologías en la escuela, la utilidad o el enfoque de ciertas materias de estudio para formar a los ciudadanos que en el futuro tendrán voz y voto, la validez de las teorías pedagógicas tradicionales, el sexismo, el “problema” de la enseñanza a hijos de inmigrantes, etc. [2] Pero ese debate, tan acuciante y con frecuencia polémico en los países del sur de Europa, difiere mucho del que se produce en los del norte, donde se asumen con absoluta normalidad y sentido común los cambios y se experimentan concienzudamente en las aulas para llegar a conclusiones sin duda más acertadas, porque habrán sido fruto de la reflexión y el consenso.

Reunión del Claustro de profesorado en una escuela española. 
(Fuente: DaTuOpinion.com)

Para educar e integrar a los niños en el universo de la cultura (y entiéndase ésta en su acepción más amplia) con el fin de formar ciudadanos conscientes y bien preparados para su vida adulta, es evidente que no basta la escuela, sino que –como se ha repetido muchas veces, y además es obvio– tienen que implicarse las familias, para las que la educación de los hijos debe ser una prioridad y una responsabilidad fundamental. La escuela no es el lugar donde se “aparca” a los pequeños y se les recoge a unas horas determinadas: la escuela proporciona conocimientos, habilidades, competencias, valores…, pero sin la contribución familiar no puede educar.  

De ahí el éxito, que suele ponerse como modelo, de la educación en Finlandia (equivalente en Europa al de Canadá o Corea del Sur, por citar dos buenos ejemplos), donde el enseñante es alguien respetado tanto por los alumnos como por las familias y muy bien considerado socialmente. Allí, el director de una escuela suele ser el primero en acudir cada día al trabajo para leer los correos electrónicos o los sms que las familias han enviado preocupándose por tal o cual aspecto educativo, contestarlos y, además, comunicarse con los padres o tutores de los alumnos problemáticos y convocarlos, si es preciso, para debatir conjuntamente la manera de resolver la cuestión. Dirigir una escuela, en países como Finlandia, requiere un alto grado de preparación, mientras que en la escuela pública española, al menos hasta hace poco tiempo, cualquier profesor podía optar al cargo (lo del concurso de méritos a veces se limitaba a un puro trámite administrativo)… o verse obligado a aceptarlo “porque le tocaba apechugar con él” y con los problemas inherentes al cargo. La diferencia es abismal.

Aspecto de un aula en una escuela infantil en Espoo (Finlandia).  
(Fuente: This is Finland, Life & society)

Los constantes cambios curriculares en algunos países, y en España en particular, no hacen más que empobrecer la educación y crear confusión. El desprecio que últimamente se manifiesta en las leyes educativas españolas por asignaturas fundamentales para formar la sensibilidad de los estudiantes (la aberrante supresión de la educación musical y artística, por ejemplo) y para desarrollar su capacidad analítica y su personalidad eliminando del currículo de la enseñanza media algo tan básico como la filosofía (y ya no hablemos de las lenguas clásicas…), sólo puede responder a la voluntad de ofrecer únicamente unos conocimientos elementales, y ya sabemos lo que eso significa: (de)formar ciudadanos, incapaces de pensar por sí mismos (es decir, obedientes al poder establecido, sin argumentos para oponerse a él) y privarlos del goce que puedan producir las manifestaciones artísticas, algo horripilante si se analiza en profundidad, equivalente a una castración intelectual. Las palabras de Italo Calvino, que hace treinta y cinco años ya detectó el problema en la escuela pública italiana, son de una claridad meridiana, y aplicables sin ningún género de dudas a la realidad actual.

El artículo que presentamos a continuación sobre una experiencia escolar en Suecia pone de manifiesto una vez más el lamentable abismo histórico que separa el Norte del Sur, con el agravante de que se ensancha y se hace más y más profundo.

Albert Lázaro-Tinaut


¿Cómo aprenden a leer los niños en Suecia?

Por Clàudia Rius

Hoy es 16 de febrero de 2015. Son las ocho de la mañana y los niños empiezan a llegar a la escuela. Juegan a pelota, esperan en la puerta, se tiran bolas de nieve. Visten ropa de esquí, porque en Suecia y en días fríos como este hay que ir bien equipados.

Cuando entran en el centro, los niños se quitan las botas, las chaquetas, los gorros, las bufandas y mil capas de ropa, y lo dejan todo en el vestíbulo. La profesora agita una campanilla que resuena en esta pequeña escuela de Kalmar, una localidad del sureste de este país escandinavo. Es hora de dar comienzo a las clases, en calcetines. Los alumnos, sin embargo, no se sientan directamente, sino que esperan de pie, delante de la silla, a que la maestra les diga: “Buenos días, podéis sentaros”. God morgon, responden. Y empieza la clase.

(Fuente de la fotografía: erectalpalo / Taringa, 2012)

En el aula hay unos veinte alumnos, que suelen repartirse entre dos salas para acabar siendo diez en cada una. Disponen de dos profesoras, claro. Durante toda la mañana, los niños y las niñas combinan las clases con momentos de tiempo libre. Tienen 8 años: la educación obligatoria comienza a los 7, y la mayoría de ellos han asistido a la escuela desde los 6, edad en la que reciben un curso que los introduce en el mundo del aprendizaje. Hoy darán cinco asignaturas y tendrán cuatro tiempos libres de treinta minutos entre clase y clase. A la hora de comer, las 10:45, disponen de más tiempo. La comida, lo mismo que el material escolar y la propia escuela, es gratuita.

En clase, cada alumno tiene un cajón donde guardar sus libros y el estuche. Encima del mueble hay bolígrafos, rotuladores, reglas, gomas de borrar y lápices a su disposición. También disponen de una gran cantidad de cuentos que pueden leer con el permiso de su maestra.

En esta escuela, el método para hacer las actividades escolares es el siguiente: los enseñantes explican el tema tantas veces como haga falta, hasta que todos lo hayan entendido; los ejercicios también se explican tantas veces como sea preciso, hasta que todos los hayan entendido. Luego les dejan que resuelvan los problemas mientras la maestra va de mesa en mesa para ayudar a quien lo necesite. No hay prisa, la clase se adapta a las necesidades de los pequeños. Si los alumnos no acaban de entender algo y la clase ha de limitarse a explicar la asignatura, no pasa nada. Tampoco hay que darse prisa para ajustarse al ritmo de los libros de texto.

(Foto © REX / The Telegraph, 3.12.2013)

La idea básica con respecto a los libros de texto es que sólo son un material auxiliar. No es obligatorio acabarlos, ni siquiera utilizarlos. Lo repito: ni siquiera utilizarlos. Pienso en mis profesores de Cataluña, hechos un manojo de nervios porque no acababan con el temario del libro y no podían aprovechar todas sus partes. Recuerdo haber tenido que llevarme a casa muchas tareas porque no habíamos tenido tiempo de hacerlas en clase.

En Suecia, el ritmo de las asignaturas varía según convenga. El profesor no se siente presionado: decide él. Planea las clases, pero no puede saltarse el plan de estudios. Para nosotros los libros educativos tienen, sin duda, un papel más importante porque los pagamos, y no son baratos. Tenemos que amortizarlos, y ellos, no. Quién sabe si uno de los motivos por los que los estudiantes suecos aprenden en un ambiente tan distendido se deba a eso.

(Foto © Lene Odgaard)

Una vez que la maestra ha ordenado hacer las tareas y los pequeños se concentran en ellas, toda la clase se sumerge en un silencio absoluto. Cuando un alumno acaba, se lo dice a la maestra, que revisa el trabajo. Si no está bien, se lo volverá a explicar. Si está bien no le pondrá más tareas. Cada uno va a su ritmo, pero toda la clase progresa a la vez. Nadie seguirá adelante con el temario hasta que todos hayan terminado las tareas que se les haya mandado hacer. Aunque se dé el caso de que el alumno más rápido se pase toda la clase sin seguir practicando la asignatura. ¿Qué hacen estos niños y niñas mientras esperan a que acabe el último? ¿Cómo se consigue que los alumnos se mantengan en silencio y quietos, que aprendan aunque no avancen en el temario? Sorpresa: leyendo.

Junto a cada aula de esta pequeña escuela hay una sala con un sofá y mesas. Quienes ya han terminado su tarea pueden ir allí y leer, o bien pueden hacerlo en el aula. Cada uno escoge el cuento que más le atrae, o bien lee algún libro traído de casa. Terminados los ejercicios que haya mandado la maestra, ni siquiera preguntan qué han de hacer: se ponen a leer. No protestan, no piden que les dejen ir a jugar: ya tendrán tiempo para hacerlo. Saben que pueden leer, y leen. Y si al final todo el mundo acaba la tarea y aún no es la hora de salir al patio, la profesora no intentará introducir más temario: dejará que los alumnos continúen leyendo o bien les pedirá que se sienten y ella misma les contará un cuento.

(Fuente: Kristeligt Dagblad, 31.1.2012)

Del mismo modo que la asignatura, el material, los libros de texto, la calma y la lectura pasan a un segundo plano, se sale al patio a jugar; y si a algún niño no le apetece salir a jugar con la nieve se quedará con la boca abierta mientras la voz de la maestra le susurrará al oído que al cabo de cuatro páginas alguien ha creado un mundo nuevo, que no estará obligado a entrar en él, pero ¡qué buen rato pasará si lo hace!

© de este texto: Clàudia Rius, 2015.


[1] Italo Calvino: “L’apologo dell’onestità”, en La Repubblica, 15.3.1980.
[2] Para tener una idea más completa de esos debates propongo la lectura de algunos de los artículos que se encuentran a través de este enlace.



(Este artículo fue publicado originalmente en catalán con el título “Com aprenen a llegir els nens a Suècia?” en Núvol, digital de cultura, Barcelona. IMPEDIMENTA agradece a su autora la autorización para traducirlo y publicarlo en castellano. La traducción es de Albert Lázaro-Tinaut).