martes, 21 de octubre de 2014

En la muerte del escultor polaco Igor Mitoraj

Per Adriane (1993), escultura de bronce de Mitoraj 
instalada frente al Teatro Guimerà de Santa Cruz de Tenerife.

Autor de una obra, sobre todo escultórica, muy representativa, Igor Mitoraj ha muerto en París a la edad de setenta años. IMPEDIMENTA desea rendirle homenaje con el artículo que se reproduce a continuación, escrito por la periodista y crítica de arte italiana residente en Barcelona Roberta Bosco, en el cual se esboza su trayectoria artística.

Sobre sus esculturas, Carlos d’Ors escribió: “Mitoraj no es propiamente un clasicista, sino un conceptista de concepción clásica; no es propiamente un realista, sino un simbolista. La idea del fragmento escultórico, como parte integrante de la obra, la expresa el artista en la superficie de sus obras, en la que reproduce los estragos del tiempo por medio de la singular variedad de pátinas. En la obra de Mitoraj está la sutil ironía: en las pátinas fingidas, en el fragmento, entendido como ruina, y en las vendas que niegan la comunicación. Los grandes artistas –y este lo es– se erigen como portavoces del tiempo que da sentido a nuestra existencia y, al mismo tiempo, nos consume y destruye en una angustia infinita” (Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, núm. 116, abril de 2008).

Puede contemplarse una extensa galería fotográfica de sus obras en la página que el escultor tenía en Facebook: https://it-it.facebook.com/pages/Igor-Mitoraj/27813995718.

Albert Lázaro-Tinaut

 Exposición de su obra en la galería ContiniArtUk de Londres (2014).


Igor Mitoraj, el escultor de los héroes caídos

Por Roberta Bosco

El escultor de origen polaco Igor Mitoraj (Oederan, Alemania, 26 de marzo de 1944) falleció el pasado 6 de octubre en el hospital Saint-Louis de París, donde estaba siendo tratado de una grave enfermedad. 

Conocido en todo el mundo por sus gigantescas esculturas en bronce y mármol, Mitoraj denunciaba la desidia y el abandono que padecían las obras maestras de la Antigüedad creando bustos, casi siempre masculinos, tumbados, cabezas fracturadas y miembros partidos. Alumno del pintor, escenógrafo y director tratral Tadeusz Kantor en la Academia de Bellas Artes de Cracovia, donde se crió y formó, Mitoraj se trasladó a París en 1968, y en 1983 abrió un taller en la localidad toscana de Pietrasanta.

Mitoraj trabajando en su taller de Pietrasanta (Lucca, Italia).

Siguiendo sus deseos, tras ser incinerado en la capital francesa sus cenizas se depositarán en aquella población italiana, célebre por la gran cantidad de escultores que allí trabajan (entre ellos el colombiano Fernando Botero), atraídos por las cercanas canteras de mármol de Carrara y los numerosos talleres artesanos. Para Pietrasanta, donde se conservan muchas de sus obras, incluidos dos frescos en el Ayuntamiento, atípicos en su trayectoria, Mitoraj estaba preparando una gran exposición, que se inaugurará en marzo de 2015, como estaba previsto.

Desde su primera exposición individual como escultor en la galería La Hune de París en 1976, Mitoraj no dejó de producir y exponer, alcanzando un lugar destacado en el mercado y una enorme popularidad. 

Igor Mitoraj.
(Foto © Pempel/Reporter Poland)

En España le representaba la galería barcelonesa Joan Gaspar, que en 2008 organizó, junto con la Fundación 'La Caixa', una exposición itinerante de una cuarentena de piezas de gran formato que recorrió nueve ciudades. “Le conocí en 1989 ha dicho de él Joan Gaspar–, y desde entonces le expuse regularmente. Era un artista generoso, capaz de reflejar las andanzas del hombre a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Nació en la Alemania ocupada por los rusos, creció en Polonia y, tras una larga temporada en Colombia y México, se quedó entre Francia e Italia. Conocía y entendía muy bien nuestra cultura y sus obras se conservan en muchas colecciones españolas”.


Pese a que la crítica no siempre estuvo de su lado, el gran público admiraba su obra. Quizá fuera porque sus héroes caídos, a menudo representados solo por miembros mutilados o enormes rostros de ojos vendados o cuencas vacías, conseguían transmitir el malestar del hombre contemporáneo, su precariedad y fragilidad.

Una de las obras expuestas en parque 
arqueológico de Agrigento en 2011.
(Foto © Luigi Nifosi)

Entre los centenares de exposiciones que realizó, aún se recuerdan las de los jardines de las Tullerías en París, los Mercados de Trajano en Roma y un proyecto en el parque arqueológico del Valle de los Templos de Agrigento, Sicilia (2011), donde instaló 17 esculturas de bronce al lado de los restos arqueológicos de la antigua Grecia. Sus personajes mitológicos, herederos del arte clásico, están diseminados por medio mundo, desde el parisino barrio de La Défense hasta la basílica de Santa Maria degli Angeli, en Roma, de cuyas puertas de bronce es autor. También esculpió una Anunciación para los Museos Vaticanos.

Cuando murió estaban expuestos algunos de sus trabajos en la Piazza dei Miracoli de Pisa, a los pies de la famosa torre inclinada, y otro centenar de obras suyas se presentaba en las salas de la Opera della Primaziale Pisana, donde además de esculturas monumentales, bronces, yesos y hierros fundidos, se exhiben numerosos dibujos y pinturas que revelan un Igor Mitoraj inédito y prácticamente desconocido.

Detalle de la exposición actual de obras de Mitoraj junto a la Torre de Pisa.
(Fuente: Corriere Fiorentino)

Este artículo, que se presenta aquí ligeramente adaptado, se publicó en el diario El País, de Madrid, el 13 de octubre de 2014.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Unas pinceladas culturales sobre Kaliningrado

La ciudad rusa de Kaliningrado, hoy. 
(Fuente: Exploratory Wanderings / alsolex.wordpress.com)

El óblast de Kaliningrado (Калининградская область, en ruso) es un enclave –más correcto sería decir exclave, si esta palabra estuviera reconocida en castellano) de la Federación Rusa, separado de ésta por Lituania y Bielorrusia y situado a orillas del mar Báltico. Con una superficie de 15.125 km2, su población se aproxima al millón de habitantes (más del 85 % de ellos rusos, en su mayoría militares o familiares de éstos).

Este territorio, cuya capital es la ciudad de Kaliningrado (la antigua Königsberg alemana, de unos 430.000 habitantes), ocupa una parte de lo que fue la Prusia Oriental, colonizada por los alemanes durante los siglos XI y XII, convertida en el siglo XVIII en Reino de Prusia y que desde 1824 hasta 1871, unificada a la Prusia Occidental, fue una provincia más del Imperio alemán, posteriormente de la República de Weimar y luego de la Alemania nazi, hasta que en 1945 fue ocupada por el ejército soviético y su parte septentrional incorporada en 1946 a la URSS con el nombre de Kaliningrado. La parte meridional pasó a formar parte de Polonia y el territorio de Memelland, al norte, quedó incorporado a la República Socialista Soviética de Lituania con el nombre de Klaipėda (actualmente es una provincia de la República independiente de Lituania).

La ciudad prusiana de Königsberg en una tarjeta postal 
del primer tercio del siglo XX.

Könisberg tuvo durante más de dos siglos una destacada importancia cultural. El filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) nació y murió en aquella ciudad y su tumba, destruida en un bombardeo durante la segunda guerra mundial, fue reconstruida por el régimen soviético. En 1991 Alemania donó a la ciudad un monumento al filósofo, que ahora ocupa el lugar del de Lenin, frente a la universidad.

Además de los eminentes intelectuales lituanos originarios de Königsberg (Karaliaučius en lituano) que se citan en el texto siguiente, diremos, como anécdota, que un músico nacido allí que emigró a El Salvador, Henrique Drews (1847-1916), es el autor de los arreglos orquestales del himno nacional de aquella república centroamericana.

Albert Lázaro-Tinaut


Situación del óblast ruso de Kaliningrado, en el sudeste del mar Báltico.


Königsberg - Karaliaučius - Kaliningrado

Por Leonidas Donskis

Para los lituanos, esta metrópolis prusiana simboliza algo parecido a una segunda voz de su cultura, la protestante y occidental. Con Karaliaučius y la Prusia Oriental se asocia el nacimiento de la filología lituana, incluso todo el humanismo lituano moderno. Basta mencionar a Martynas Mažvydas, Danielius Kleinas, Jonas Bretkūnas, Abraomas Kulvietis y Liudvikas Rėza, el rector de la Universidad de Karaliaučius, sin el cual no nos habría llegado la palabra del genio de la lituanidad literaria protestante, Kristijonas Donelaitis.

El poeta lituano Kristijonas Donelaitis 
(1714-1780).

Pero Königsberg no fue solamente la cuna de la cultura lituana moderna. Fue, ante todo, uno de los centros de la intelectualidad europea. Claro que, comparada con el París del siglo XVIII, Königsberg no representaba más que una lejana provincia. Pero una de las paradojas de la historia es que quienes en aquel entonces se sentían fascinados –en secreto– por los protagonistas intelectuales de París y por las ideas de la Ilustración, y atraídos por la difusión de esas ideas, tenían más mérito que aquellos famosos parisinos.

La anexión de Königsberg a la Unión Soviética y la destrucción cultural subsiguiente fue una tragedia a escala europea. Cierto es que la segunda guerra mundial barrió de la superficie de la Tierra más de una ciudad, baste recordar los destinos de Varsovia, Rotterdam o Dresden. Pero estas últimas ciudades fueron recuperadas y reconstruidas por los mismos países y pueblos que las habían construido. El destino de Königsberg podría compararse, si acaso, y en parte, con el de Klaipėda. En el caso de esta última, sin embargo, la comunidad internacional decidió que quedara incorporada a Lituania, por lo que tampoco es posible analogía alguna.

Königsberg en ruinas tras los bombardeos soviéticos de 1945.

Por otra parte, Lituania no demolió Klaipėda –que había quedado casi completamente destruida durante la guerra–, sino que la recreó, por lo que a esta ciudad le han ido mucho, muchísimo mejor, que a Königsberg. Klaipėda, maltrecha y privada de sus costumbres típicamente alemanas, es hoy una ciudad fascinante, enérgica y dinámica. Königsberg, en cambio, fue bárbaramente destruida, y de sus ruinas nació Kaliningrado.

Una calle característica del centro histórico (reconstrido) de Klaipėda.

Durante mucho tiempo se supo que Kaliningrado era una ciudad fantasma. Antes ya me provocaba una sensación deprimente, y en mi cabeza se asociaba a la famosa “zona” de la película Stálker de Andréi Tarkovski. Guardo una imagen indeleble de un viaje que hice entre Klaipėda y Olsztyn (la Allenstein alemana, hoy en Polonia) vía Kaliningrado: la de una cabra que pastaba plácidamente en un pequeño prado junto a los restos de un carro de combate soviético.

En 1995, ir a Kaliningrado suponía despertar la sensación de un regreso a la Unión Soviética. Pero en mí se produjo un profundo sentimiento de protesta contra el hecho implacable de que uno de los máximos pensadores de la Europa moderna, Kant, hubiera sido enterrado de una manera atroz en aquella ciudad devastada, cuya arquitectura y simbología soviéticas negaban radicalmente todo lo que él había escrito y pensado, todo por lo que Kant había vivido.

Uno de los viejos tranvías checoslovacos que circulaban 
por la Kaliningrado soviética.

Al mismo tiempo, no obstante, comprendí que, a su manera, se trataba de una ciudad única. Han quedado en ella algunos rasgos de su belleza anterior, aunque ocultos por horribles escombros y macizos monstruos industriales. Una ciudad de esas características no se puede considerar sólo un ejemplo de modernización bárbara y demencial, como objeto utópico de la industria bélica y, al mismo tiempo, del espacio urbano soviético, algo irreconciliable con cualquier otra concepción urbanística.


Leonidas Donskis nació en la ciudad lituana de Klaipėda el 13 de agosto de 1962. Es filósofo, analista social y especialista en teoría política e historia de las ideas. Se dio a conocer en su país como comentarista político y defensor de los derechos humanos y las libertades civiles. Doctorado en filosofía por la Universidad de Vilna y en filosofía social y moral por la de Helsinki (Finlandia), trabajó como investigador en los Estados Unidos, el Reino Unido y otros países europeos, por lo que fue calificado cariñosamente de “erudito errante”. Entre 2005 y 2009 fue profesor de ciencias políticas y diplomacia en la Universidad Vytautas Magnus de Kaunas. También ha impartido cursos de sus especialidades en las universidades de Helsinki y Tallin (Estonia). Militante del Partido del Movimiento Liberal de Lituania, en 2009 fue elegido diputado del Parlamento Europeo, cargo en el que ha permanecido hasta 2014. Sus obras, escritas en lituano e inglés, han sido traducidas a numerosas lenguas.


Este texto pertenece al libro de L. Donskis 99 baltijos istorijos (Klaipėda, Druka, 2009), y ha sido traducido por Albert Lázaro-Tinaut a partir de la versión italiana del mismo, a cargo de Pietro U. Dini: 99 storie del Baltico (Novi Ligure, Edizioni Joker, 2014).

jueves, 28 de agosto de 2014

Los lipovanos del delta del Danubio

Celebración de la Pascua por la comunidad de viejos creyentes 
de Brăila (Rumanía), centro religioso de los lipovanos.
(Fuente: Old Believers, oldbelievers.wordpress.com, 2013)

Numerosos grupos de viejos creyentes, considerados herejes de la ortodoxia, durante todo el siglo XVIII y las primeras décadas del XIX se asentaron en la periferia del Imperio ruso huyendo de las persecuciones iniciadas en 1685, intensificadas más tarde por orden del zar Pedro I el Grande y continuadas por sus sucesores. Decenas de miles de esos creyentes se establecieron en los Urales y Siberia, en el Imperio austriaco y en el noreste de las actuales repúblicas bálticas. Algunas comunidades emigraron incluso a América y Australia.

Aquellos fugitivos también llegaron, en gran número, al delta del Danubio y los cursos bajos de los ríos Prut y Dniéster, y ahora sus descendientes se distribuyen entre el sudoeste de Ucrania, la Dobruja (al este de Rumanía) y una parte de Besarabia, la actual República de Moldavia: son los llamados lipovanos (lipoveni, en rumano, Липовани [‘lipovani’] en ucraniano y Липоване [‘lipovane’] en ruso). [1]

Localización de las comunidades de viejos creyentes lipovanos.
(Fuente: Cartothèque Spiridon Manoliu)

Pese a formar pequeños grupos dispersos, los lipovanos han conservado tanto sus estrictas tradiciones religiosas como muchas de sus costumbres ancestrales, y aun habiéndose integrado en parte a los países que los acogen, en sus comunidades continúan hablando un ruso arcaico (en este sentido, y salvando la distancia temporal y religiosa, podría equipararse al judeoespañol de los sefardíes, que hablan todavía un castellano próximo al del siglo XV). Su centro religioso es la ciudad rumana de Brăila.

Presentamos a continuación un texto referido a la pervivencia de las antiguas tradiciones de los lipovanos de Moldavia.

Albert Lázaro-Tinaut


Miembros de una comunidad lipovana.
(Foto © Cultures of Europe)


Los lipovanos de Moldavia y algunas 
de sus tradiciones seculares

La pequeña localidad de Pocrovica, al norte de la República de Moldavia y a tan solo tres kilómetros del río Dniéster, que separa a aquel país de Ucrania, se diferencia singularmente de las poblaciones vecinas: sus poco más de mil habitantes son rusos lipovanos, que se caracterizan por su afán de mantener las calles siempre limpias y perpetuar sus tradiciones, especialmente las religiosas, heredadas de sus ancestros.

Una de esas tradiciones consiste en que los hombres no se afeitan la barba desde que cumplen sesenta años. Además, esos viejos creyentes conservarán siempre la propiedad de sus viviendas y sus tierras, que jamás se atreverían a vender, lo cual hace que el precio del metro cuadrado de suelo sea allí el más elevado de Moldavia, al mismo nivel que el de la capital, Chișinău. Y, por si fuera poco, compran las tierras que los moldavos, al emigrar, abandonan en las localidades próximas.

Viejo pintor de iconos lipovano.
(Foto © Cultures of Europe)

Cada uno de los habitantes de Pocrovica conoce al dedillo la historia de las diecisiete familias rusas que se establecieron allí en 1820, comprando tierras a los nobles moldavos a precios abusivos. [2] La memoria y los sacrificios de aquellos antepasados fundadores del pueblo, pues, permanecen vivos.

Ninguno de los habitantes de Pocrovica ha abandonado jamás la localidad para trabajar en el extranjero: los lipovanos afirman que pueden ganarse muy bien la vida quedándose donde están. Su única riqueza es la tierra que cultivan. Poseen vergeles con ciruelos y otros árboles frutales, pero obtienen sus mayores beneficios con la venta de frambuesas. También cultivan patatas y melones: “Cuando vendemos un kilo de melones podemos comprar dos kilos de trigo, es matemático”, afirma Florii Vetrov, de 77 años, y añade: “Los moldavos nos envidian porque somos muy trabajadores y siempre estamos unidos”.

Mujeres lipovanas durante la celebración religiosa de la Navidad 
ortodoxa (el 7 de enero) en la localidad rumana de Carcaliu.
(Foto © Vadim Ghirda, 2011)

Todos los días, a las dos de la tarde, las mujeres lipovanas se reúnen en el centro del pueblo para tomar té negro, preparado en un samovar, y degustar las frambuesas cultivadas en cada huerto: es una tradición que se perpetúa generación tras generación.

Aunque los niños aprenden rumano en la escuela, todos se expresan en ruso. La excepción es Eudochia Zamfir, de origen moldavo, directora de la escuela comunal, que se estableció en Pocrovica con su marido en 1975. Dice haberse integrado perfectamente en la localidad, y que no se iría de allí por nada del mundo. Recuerda el día de su llegada con su hijito de dos meses: necesitaba leche, pero no se atrevía a pedirla. Envió entonces a su marido a la fuente para que estableciera contacto con los autóctonos: a éste le costó abrir la boca…, pero a la mañana siguiente, al despertar, encontraron pan y leche a la puerta de su casa. “Los lipovanos nunca dejarán de ayudarte para lo que sea”, dice la mujer.

Niñas lipovanas.
(Fuente: Azules270 / forocoches.com)

Allí, los problemas de unos se convierten en problemas de todos. Siempre hay alguien dispuesto a ir de casa en casa y pedir ayuda económica para algún vecino necesitado, y cada cual aporta lo que puede según sus posibilidades. A los entierros acuden todos los vecinos, que se organizan para preparar el banquete fúnebre sin reparar en gastos: nunca faltan carne, pepinillos ni, sobre todo, 400 litros de borsch, la sopa preparada según una receta local, hecha a base de legumbres cortadas en trocitos muy pequeños y remolacha marinada siguiendo una técnica muy peculiar.

Cerca de la iglesia, considerada el centro de la vida del pueblo, los lugareños han construido una sala de plegarias donde se recogen limosnas. Las ceremonias religiosas se siguen con devoción, y sirven además para que los asistentes luzcan sus mejores galas, como en cualquier acto social que se precie.

Uno de los miembros del consejo 
de ancianos de Pocrovica.
(Fuente: Portail francophone de la Moldavie)

La localidad está regida por un consejo de sabios formado por los veinte ancianos más instruidos del lugar. Los veredictos de estos son inapelables, sobre todo por lo que respecta a los matrimonios, ya que el conservadurismo de la comunidad hace que aumente el riesgo de incesto. Según la tradición, esos ancianos se reúnen y revisan meticulosamente los árboles geneálogicos de los futuros cónyuges: si convienen que no existe ninguna relación de sangre entre ellos, les autorizan a casarse…, pero los matrimonios han de celebrarse obligatoriamente en domingo.

La familia de una muchacha ha de empezar a constituirle una dote desde que es una niña. Las madres se enorgullecen cuando alguien quiere ver la dote que preparan para sus hijas. Los padres de los muchachos, por su parte, cuando estos cumplen siete u ocho años han de empezar a construirles una casa. No hay ninguna ley escrita que obligue a ello, pero la tradición obliga.


[1] Se calcula que los lipovanos son actualmente unos 55.000 en Ucrania y cerca de 30.000 en Rumanía y Moldavia.
[2] Cuando aquellas familias de viejos creyentes rusos fundaron el pueblo de Pocrovica, Moldavia acababa de integrarse en el Imperio ruso (1812) como consecuencia de una de las guerras ruso-turcas. Se extinguió así el Principado de Moldavia, fundado en el siglo XIV por Luis I de Hungría para proteger su reino de los frecuentes ataques tártaros. Muchos nobles moldavos abandonaron entonces el país con sus bienes después de vender al mejor postor las tierras que poseían.


(Artículo publicado en el periódico Evenimentul Zilei, de Bucarest, el 12 de noviembre de 2007. Traducido y adaptado por Albert Lázaro-Tinaut a partir 
de la versión francesa de Mehdi Chebana que aparece en “Petits peuples” et minorités nationales des Balkans, libro publicado por Le Courrier des Balkans, Arcueil, 2008.)

Clic sobre las imágenes para ampliarlas.

viernes, 8 de agosto de 2014

Apuntes sobre la música turca y del Imperio otomano

La céntrica plaza Emin Eunu de Constantinopla, representada
en una tarjeta postal de principios del siglo XX.

La música turca es, al igual que la árabe y la persa, uno de los principales “dialectos” del lenguaje musical propio de los países musulmanes. De hecho, deberíamos hablar en plural, de músicas turcas, ya que incluyen diversos elementos que han ido surgiendo a lo largo de los siglos para configurar el conjunto de la cultura musical popular del Asia Menor; elementos procedentes de otros pueblos del antiguo Imperio otomano (1299-1923), que van desde la música persa hasta influencias balcánicas, o que son herencia del aún más antiguo Imperio bizantino.

Estambul (las antiguas Bizancio y Constantinopla) puede considerarse, en cierto modo, la síntesis de esa diversidad. Puesto que el Imperio otomano se extendía por los territorios de treinta y cinco estados actuales, y que en Constantinopla, su capital, había gentes procedentes de todos ellos, es evidente que éstas dejaron huellas de sus culturas en la ciudad. Hoy en día las cosas no han cambiado mucho, pues Estanbul continúa siendo tan cosmopolita como antes, y quienes llegan a ella actualmente proceden de todos los rincones de Turquía, pero también de los Balcanes, el Cáucaso, el Asia central turcófona y el Próximo Oriente.

El grupo musical contemporáneo Orhan Kılıç,
divulgador de la música tradicional turca.

Así pues, la música tradicional turca recibe constantemente numerosas influencias culturales que se superponen a las islámicas más ancestrales y a las propias de Anatolia, y entre ellas no faltan, por supuesto, las modernas aportaciones de la música Europea. Los estilos musicales que se escuchan, por consiguiente, son bastante eclécticos.

Haciendo sonar el davul
en una fiesta popular.
(Foto © Delikizinyeri / Resimyükle)

La música popular tradicional (Türk halk müziği), menospreciada e ignorada durante siglos, ha sido recuperada por musicólogos y folkloristas. Representa la esencia de tradición nacional, es de origen asiático y no conserva elementos de la antigua Grecia. En ella encontramos una parte profana, que aún hoy suele interpretarse al aire libre con instrumentos ruidosos, en unos casos el davul y en otros, la zurna, y otra religiosa. Algunos juglares, por su parte, interpretan la música con instrumentos de cuerda pinzada. La mayor parte de estos instrumentos, como veremos más adelante, se usaba en el antiguo Imperio otomano.

La música profana encuentra su más alta expresión en las bodas, ceremonias que pueden llegar a durar hasta una semana... La música religiosa, en cambio, es más discreta y queda relagada, sobre todo, a algunas cofradías sufíes.

Imagen de la celebración
de una boda tradicional turca.

(Fuente: Le tour du monde en 80 mariages)

La música clásica otomana, sobre la que nos detendremos más, y que también es muy específica, se diferencia claramente de la música clásica árabe. Sus compositores, procedentes de nacionalidades muy distintas (turcos, griegos, armenios, persas, judíos, zíngaros...), mezclaron en ella sus talentos. En nuestros días, este tipo de música se asocia, sobre todo, a las festividades y a los encuentros familiares más formales.

La danza

En Turquía son muchos los tipos de danza tradicional que se conservan. Sería prolijo referirse a todos ellos, más todavía en un artículo centrado en la música, por lo que, a modo de ejemplo, hablaremos brevemente de las danzas más conocidas en las regiones occidentales de la antigua Asia Menor.

Distribución de los distintos tipos de danza en Turquía.

En la Anatolia occidental suelen ser características las danzas de hombres solos, y sus formas cíclicas presentan figuras complejas. Los ciclos que las constituyen son melódicos de nueve tiempos lentos, agrupados así: 3+2+2+2. Pueden ser también más rápidos: 2+2+2+3. Estas danzas se denominan zeybek, y en las bodas suelen estar coreografiadas por dos o cuatro hombres, incluso más, que evolucionan en círculo y en sentido contrario al del sol.

Intérprete de danza zeybek.
(Fuente: Couleurs d'Istanbul)

En las regiones de Esmirna, Aydin y en algunas zonas montañosas, es frecuente que estas danzas sean interpretadas por grupos folklóricos asociativos. Mustafa Kemal Atatürk planeó incluso establecer una danza nacional basada en el zeybek para la Turquía republicana, de la que es considerado fundador en 1923.

La danza zeybek se suele interpretar con cierta teatralidad, pues de hecho está ritualizada. Los folkloristas turcos se debaten entre dos teorías: una de ellas sostiene que su origen es centroasiático y chamánico, y la otra que es una reminiscencia de un culto iniciático apolíneo.

La música otomana

En el siglo XVII, una época en que la cultura europea tuvo cierta influencia entre las elites de Constantinopla, la música tradicional tendió a hacerse más lírica, más sentimental, y empezó a popularizarse. Se la asociaba con una antigua forma de poesía conocida como şarkı, cuyos grandes temas eran el amor no compartido y la nostalgia de la persona amada. En su versión musical (y bailada) se asimilaría a formas de la música clásica turca como los makamiar (makam, en singular, unas gamas específicas utilizadas para la improvisación, de origen árabe pero muy arraigadas en Turquía), que podrían considerarse el concepto más importante de la música otomana. Su tempo suele ser moderado, incluso lento.

Músicos turcos otomanos, según una ilustración de finales del siglo XIX.

Hay que remontarse al siglo XIV para encontrar los inicios de la música otomana que se puede considerar clásica o refinada. Sus compositores contaban con la protección y la generosidad de los sultanes, que la convirtieron en la música oficial de la corte. Algunos de estos sultanes, como Selim III, además de melómano fue un notable compositor.

El sultán Selim III (1755-1825).

Las influencias de la música clásica otomana son muy diversas, al igual que las de la música popular: bizantina, turca, árabe, persa, armenia e incluso zíngara. Esta variedad de inspiraciones hizo que los otomanos fueran los primeros en utilizar una notación musical sistemática en el mundo musulmán. Según algunos musicólogos, habría que buscar los orígenes de la música otomana en la época del Imperio selyúcida (entre los siglos XI y XIII), aunque su refinamiento tendría lugar más tarde en las grandes ciudades, sobre todo en Constantinopla, de donde le vendría esa condición elitista. Mientras tanto habría evolucionado de algún modo a través de la música popular anatolia relacionada con el ámbito religioso y militar (de ésta procedería la mehter takımı, la música marcial otomana).

Grupo militar otomano de elite 
interpretando música mehter takımı.


La música clásica otomana que desde la caída del Imperio, y por influencia occidental, se conoce como Türk sanat müziği (‘Arte musical turco’)– adquiriría múltiples facetas: además de producir la mencionada música militar, influiría en la de las de los mevlevís (las órdenes sufíes: su manifestación más conocida es la danza de los derviches giradores, que se han convertido incluso en una atracción turística; los mevlevís, sin embargo, habían desempeñado siempre un papel muy importante, desde sus monasterios, en la educación musical y el desarrollo de la música, creando una tradición vigente aún hoy) y en las composiciones de la academia del Enderun, donde se educaba la aristocracia otomana.

Derviches mevlevís 
(fotografía de 1887).


Durante el siglo XVI se desarrolló, además, entre las elites otomanas la denominada “música ney”, que tuvo su auge al ser promovida por los sultanes mediante academias especializadas; influyeron en ella los ritmos de los mevlevís quienes, en sus ceremonias religiosas, solían utilizar el ney (una especie de flauta) como instrumento principal, acompañado a veces por el bendir (pequeño tambor parecido a una pandereta).

Una de las características de la música clásica turca –a la que estaría muy vinculada la literatura divan– es la improvisación de un solo, ya sea vocal o instrumental, cuya interpretación empieza por frases breves en una de las numerosas gamas de los makamiar. Luego el intérprete va desarrollando el tema. Muchos de los makamiar más relevantes fueron compuestos en el siglo XVIII por el bey Ismail Hakki, que también fue un eminente musicólogo; otros, modernamente, por Kudsi Erguner (n. en 1952), lo que demuestra la vigencia del clasicismo otomano.

Es importante destacar, en la música otomana, el papel de la mujer, pues las mujeres (sobre todo las de los harenes) solían ser muy a menudo las intérpretes de algunos instrumentos. Fue precisamente una mujer, Leyla Saz, quien creó en la segunda mitad del siglo XIX la primera orquesta de tipo occidental en la corte otomana, formada por sesenta mujeres del harén de palacio. Desde entonces proliferaron las formaciones musicales femeninas en otros ámbitos.

Grupo musical femenino de la corte de Constantinopla
(finales del siglo XIX).

Se considera que los compositores más notables de la música clásica otomana son, además de los ya mencionados, los griegos Zakharia Khanendeh (más conocido por su nombre turco: Housseyni Agir Semai) y Petros Peloponnesios, el príncipe Demetrie Cantemir de Moldavia (Dimitri Kantemiroğlu en turco, creador de un nuevo sistema de notación), el judío sefardí Isaac Fresco Romano (conocido en Turquía como Tamburi Isak) y el discípulo de éste al que ya se ha aludido, el sultán Selim III.

Ali Ufki Beg según 
un grabado del siglo XVII.


No cabe duda de que los otomanos supieron apropiarse de las técnicas de la música bizantina, inspirada en la Iglesia ortodoxa y en la teología de los Padres de la Iglesia, que empleaban las gamas musicales del oriente mediterráneo para acompañar el canto de sus textos bíblicos. También tomaron lo mejor de la música árabe de corte clásico (no tanto de la tradicional, aunque también), sobre todo la de los árabes abásidas. La heterogeneidad de las clases sociales que componían el Imperio hizo que llegaran otras influencias, incluso occidentales. Uno de los compositores otomanos más notables fue un polaco hecho prisionero en 1633, que cambió su nombre (Wojciech Bobowski, 1603-1675) por el de Ali Ufki Beg: en sus composiciones utilizaba la antigua notación occidental, y a él se debe una de las piezas más famosas (interpretada aún hoy) de la música de aquella época: Mecmua'dan Saz ve Söz.

La música clásica otomana se divide, musicológicamente, en cuatro ramas: la mehterana, empleada en las fanfarrias de la música militar; la mevleviana, de inspiración religiosa sufí; la que podríamos denominar enderuniana, más relacionada con las elites y la aristocracia del Imperio, que se enseñaba en el Enderun (la escuela musical de la corte); y la meshjana, minoritaria, pues era practicada sobre todo por los alumnos de las escuelas privadas de música según el criterio de cada maestro.

Instrumentos característicos de la música clásica otomana.
(Fuente: Ampli, 2013)

Los instrumentos

Los instrumentos más habituales de la música otomana eran el ud (laúd árabe), el kanun (una especie de cítara), el ney (un instrumento muy antiguo, que ya se usaba en el antiguo Egipto, precursor de la flauta moderna), el tambur (un clásico instrumento de cuerda turco), el santur (instrumento de cuerda percutida de origen zíngaro, algo parecido al címbalo o dulcémele), la kemença (o kemanche, instrumento persa de cuerda frotada), el çeng (arpa turca) y el saz (y más particularmente la bağlama, otro antiguo instrumento de la familia de los laúdes).

Intérprete de kanun (ilustración de 1859).

Para la interpretación de las fanfarrias militares (que también se consideraban parte del arte musical turco), los jenízaros usaban, entre otros, el zurna (instrumento de viento de la familia de los oboes) y diversos tipos de címbalo.

En nuestros días, la globalización ha introducido en Turquía, como prácticamente en todo el mundo, las modas occidentales. La música turca, tradicional o clásica, mantiene sin embargo un lugar privilegiado en las preferencias de la mayoría de la población.


Artículo elaborado por Albert Lázaro-Tinaut a partir de bibliografía diversa, entre la que destaca el artículo de Mario Scolas “Les musiques en Turquie” (en Last night in Orient, 25 de diciembre de 2007).

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