sábado, 7 de enero de 2012

Viajeros por Rusia: Ferran Valls i Taberner

 Moscú en mayo de 1928, según una acuarela 
del pintor mexicano Diego Rivera.
(© MOMA, Nueva York)

Por Andreu Navarra Ordoño 

En 1985, la Universidad de Barcelona editó un pequeño libro [1] que reúne doce crónicas escritas en 1928 por el historiador catalán Ferran Valls i Taberner (1888-1942), colaboraciones que aparecieron en el diario La Veu de Catalunya entre el 13 de septiembre y el 9 de noviembre y forman, en su conjunto, una pequeña obra maestra de la literatura catalana de viajes. 

La edición mencionada estuvo a cargo de personas vinculadas al Derecho, que dirigían la colección “Serie Bibliográfica de Derecho Histórico e Historia de las Instituciones”, y es precisamente en ese flamante pero poco literario contexto donde se oculta una obrita exquisita que debería divulgarse más. Porque Valls i Taberner no era sólo un experto en los Usatges de Barcelona, sino también un periodista y ensayista de pluma ágil, clara y rápida, con una capacidad de observación más que notable, que es clave en el género. El mérito de las doce crónicas de Valls se triplica si se piensa que estuvo únicamente dos días y medio en Leningrado y otros dos en Moscú. 

La extensa introducción de Eduard Zurawka añadida a la edición de 1985 es más una denuncia de los crímenes del comunismo soviético y de Stalin en particular, y una reivindicación de los grandes disidentes –Solzhenitsyn, Sájarov y Kópelev–, que un comentario a la obra presentada. Pese a tratarse de un buen esquema de la historia global de la Unión Soviética, resulta de poca utilidad para definir qué hizo, qué pensó y quién fue el protagonista del prólogo: el propio autor, Valls i Taberner. Conviene, pues, tratar el texto como merece para señalar tanto sus virtudes como sus defectos en su dimensión de obra literaria. 

Ferran Valls i Taberner era un pensador conservador procedente del noucentisme más canónico y académico, lo cual ya induce a pensar que no simpatizaba, precisamente, con el régimen imperante en Rusia desde 1917. Su crítica, sin embargo, nunca es frontal, sino que intenta buscar las bondades del régimen: elogia calurosamente, por ejemplo, los esfuerzos del gobierno en cuanto al mantenimiento de archivos y museos. Los problemas empiezan más bien cuando medita sobre el ateísmo oficial del sistema comunista: “Para mí, pese a la decadencia y la pobreza que en el orden material existen en Rusia (que se manifiestan sobre todo cuando se establece la comparación con los países de civilización más floreciente y prosperidad más evidente, como los Estados escandinavos o Alemania, el contraste con los cuales resulta muy fuerte), no es ese el problema más grave e inquietante que ofrece hoy el pueblo ruso; lo que a mi entender resulta más grave es el problema moral. Es en el orden ético y en el terreno de la vida espiritual donde resulta más nefasta y horrorosa la obra del bolchevismo”. Valls i Taberner es un hombre que cree en la vieja Europa, en el impulso de los burgueses situados en la vanguardia de una civilización cristiana partidaria de erigir realidades fácilmente medibles, de escala humana, arrinconando las deficiencias materiales y obviando el problema social en el seno de las sociedades liberales. 

En este sentido, lo que observa es valorado desde la percepción del humanista que cree en el clásico progreso decimonónico: “En todo caso, el efecto que me produjo la primera entrada en la antigua capital rusa es que el resultado del bolchevismo no ha sido elevar el nivel del bienestar general, sino simplemente eliminar la clase más acaudalada y fastuosa; pero ni tendiendo a nivelar hacia abajo se ha conseguido medir por un mismo rasero. El poder soviético logró suprimir a los antiguos ricos, pero el aspecto de la sociedad rusa superviviente en las grandes ciudades es el de una sociedad burguesa empobrecida”

Jóvenes gimnastas en la Plaza Roja de Moscú en 1924.
(Fuente: Real USSR / www.realussr.com)

Nuestro historiador, convertido durante cuatro días y medio en corresponsal en Rusia, a veces ni siquiera es consciente de estar cayendo en las siniestras redes de los designios del dictador. Valls no deja de elogiar las bondades del turismo organizado ruso, mediante invitaciones a personalidades extranjeras, cuando éste era uno de los objetivos del régimen para lavar su imagen en el exterior. Se hacían auténticos esfuerzos para producir buena impresión, como actualmente ocurre en Cuba, donde el turista puede consumir tantas piñas coladas como quiera en fastuosos complejos hoteleros situados en islas vírgenes a los que los cubanos no tienen acceso. Al historiador le fascinaron sobre todo las eficacísimas azafatas y guías soviéticas: “La pulidez y la cultura de las guías rusas, así como el correcto francés que casi todas ellas hablaban (además, algunas conocían bien el alemán, el inglés o el español) eran consecuencia, sin duda, de la educación de la época presoviética”

  "Querido Stalin: 
¡la felicidad del pueblo!"

Por otra parte, no parece mostrar inquietud alguna cuando nos muestra una forma de viajar que a nosotros se nos antojaría algo militarizada, por no decir sospechosa o poco espontánea: “Clasificados en grupos de 20 o 25 personas organizados previamente, a cada uno de los cuales correspondía un guía que hablaba el idioma del grupo respectivo, íbamos instalándonos en automóviles numerados correlativamente que nos habían de conducir, en comitiva, al interior de la ciudad”. Más adelante comenta: “A cada cien pasos de nuestro itinerario había un soldado con la bayoneta calada”. Hoy, con mayor perspectiva, sabemos a qué respondían tantas atenciones con el viajero occidental. 

En las descripciones de Leningrado (la antigua –y actual– San Petersburgo) es donde el autor muestra más destreza puramente estilística. Las primeras y emocionadas impresiones del suelo vedado de la URSS son más bien desalentadoras: “El aspecto del puerto era de paralización del tráfico y de abandono; grandes almacenes de depósito vacíos y destartalados; algunos vagones de mercancías sin carga alguna, abandonados aquí y allá, sobre raíles herrumbrosos entre los que crecía la hierba. Unas mujeres, descalzas, transportaban madera, lo único de lo que se veían por allí algunas pilas; hombres semidesnudos que, con las manos enguantadas, hacían trabajos de descarga; niños descalzos y harapientos que jugaban y corrían por aquel lugar”. Las maravillas del centro de la ciudad son descritas en una crónica magistral, correspondiente al 22 de septiembre de 1928.

La plaza de la Revolución de Leningrado en una tarjeta postal 
de finales de la década de 1920. 

Las palabras que dedica a un espectáculo de danza y teatro popular nos recuerdan un artículo de Ortega y Gasset [2], escrito en aquella misma época (1925), en el que decía que el futuro del teatro, lo mismo que el de la pintura, se había de convertir en geométrica decoración, tenía capacidad suficiente para convertirse en puro movimiento dinámico. Nuestro autor, en cambio, con un escepticismo muy catalán, no parece tan partidario de la disolución de los grandes contenidos propia de la Modernidad: “La cena en el Hotel Europa está amenizada con una serie de cuadros de revista que, sobre un entarimado, van representando sucesivamente diversos artistas y grupos coreográficos. […] El carácter llamativo y abigarrado de estas varietés, su sentido frenético y efectista podría tener el propósito de apasionar a un público excitable y fácil de entusiasmar por algo extremoso y electrizante que suplantase la novedad y la calidad con un sensacionalismo puramente ruidoso y convulsivo; pero a quien se hubiera fijado serenamente en aquel espectáculo y aquel mismo día hubiera hecho otras oportunas observaciones, no le sería difícil darse cuenta (y la comparación con lo que luego veríamos en Moscú lo confirmaría) de que Leningrado, bolchevísticamente, tiene hoy un marcado tono provinciano, y que lo que salva su prestigio urbano y su brillo metropolitano son los rastros magnificentes de su pasado imperial”. Los argumentos de Valls no dejan de tener actualidad, más aún si se medita sobre el nacimiento de las rusadas bajo el totalitarismo soviético, del mismo modo que nacieron o adquirieron nuevo impulso las españoladas bajo el régimen de Franco. 

Aprovechando esta breve digresión sobre lo que tenemos más cerca de casa, Valls i Taberner se dedica a comparar, en el tren que lo transporta de Leningrado a Moscú, el campo ruso con el castellano: “En esta época del año y en este lugar de Rusia, el colorido de cultivos, pasturas y arboledas que cubren buena parte del terreno y la nota pintoresca de los pueblecitos que aparecen de vez en cuando, ofrecen continuamente al espectador una sensación de serenidad y optimismo, sobre todo cuando se recuerda la desolación de los parajes yermos y solitarios del altiplano peninsular”

Paisaje otoñal, del pintor 
ruso Mijaíl V. Nésterov (1906).
(© Galería Nacional Tretiakov, Moscú)







La capital del monstruo soviético sorprende a nuestro periodista por la variedad racial y su aspecto marcadamente asiático, que contrasta con el tono de Leningrado. “Así [Moscú] tiene, de algún modo, algo de lugar de peregrinación y, al mismo tiempo, cierto aire de gran feria oriental. La abigarrada variedad de tipos étnicos que integran las multitudes que transitan en silenciosa agitación las calles de esta urbe particularmente típica (curiosa mezcla de viejo poblado y ciudad moderna), le dan un aspecto muy diferente del de Leningrado y de las grandes metrópolis de los principales países de Europa”. La horrenda visión de un hombre ebrio tirado en el suelo sin que nadie se fije en él conmueve intensamente al autor, nada acostumbrado, sin duda, a las dinámicas agigantadas de las grandes ciudades contemporáneas (a fin de cuentas, comparada con la Moscú de los grandes edificios de hormigón, la Barcelona noucentista debía resultar algo más bien amable), y le hace reflexionar sobre la disolución de la individualidad que se produce en la sociedad soviética, más preocupada por la realización de planes ideológicos a gran escala que por atender a las personas descarriadas o, sencillamente, pobres, desarropadas y desgraciadas que se arrastran por las calles. 

Moscú en 1928.
(Fuente: www.rusarchives.ru - РГАКФД. Арх. № 2-54332. Фото ч/б.) 

Un acierto indiscutible de la edición de 1985 es, sin duda, la inclusión al final del artículo “Impresiones y recuerdos de San Petersburgo”, publicado por Valls i Taberner en castellano en La Vanguardia Española [3] el 5 de octubre de 1941. Aquí, el tono de la prosa cambia por completo (no estaba el ambiente para relativismos, precisamente), y lo que traza el antiguo catalanista es una visión apocalíptica del régimen soviético: “Entonces empezaron sus mayores e incesantes angustias: el terror rojo (que ha constituido el más horrible infierno); la miseria constante y en ocasiones varias el hambre más feroz; la inseguridad con respecto a la vida misma de la comunidad urbana y de toda la nación. Y dentro de esa aguda y crónica inquietud colectiva, que habrá debido de llegar al máximo en estos últimos meses y sobre todo en los actuales instantes de peligro supremo, horroriza pensar en la cantidad enorme, incalculable, de espantosas tragedias individuales y familiares que los veintitantos años de tiranía roja han constituido el imponderable suplicio de un crecidísimo número de habitantes de la gran ciudad báltica, produciendo una asfixia moral interminable y nunca igualada, junto a una cantidad de torturas y penalidades físicas incalculable y escalofriante” [4]

Imagen captada en Leningrado 
durante el largo sitio a que fue 
sometida la ciudad por las 
tropas alemanas (1941-1944).  








Y es que en 1928 Stalin no había hecho más que afilarse las uñas. Cuando el Valls franquista escribía su artículo de 1941, el dirigente soviético ya había desarrollado buena parte de su programa interior y exterior: las grandes purgas y los juicios (1933-1938), la ocupación de la Polonia oriental (1939), el ataque a Finlandia (1939) con la posterior entrega de Carelia por parte de ésta (1940) y la anexión de Lituania, Letonia, Estonia, Besarabia y el norte de Bucovina (1940). 

Lo que cuesta entender es por qué el prologuista del libro dice que el tono encendido de este artículo se debe al nuevo ambiente generalizado de la España en 1941. Interesa presentar a Valls i Taberner como un hombre comprometido con la lucha por las libertades, pero lo que convendría decir es que Valls i Taberner se había convertido en un franquista convencido y avergonzado de su pasado catalanista, y que había escrito el libro Reafirmación espiritual de España (1939). No pasa nada si lo admitimos: el valor de sus doce artículos no decae en absoluto. Y, además, no fue el único catalanista de derechas que abrazó abiertamente la causa del 39: recientemente, Borja de Riquer ha documentado en su artículo “Joan Estelrich: de representant catalanista als congressos de nacionalitats europees a delegat franquista a l’UNESCO” [5] la extraordinaria capacidad de adaptación con que Joan Estelrich fue haciendo carrera durante la postguerra española. Lo que supo hacer muy bien Valls i Taberner fue ofrecernos un excelente retrato de la URSS de 1928, señalando sus contradicciones más evidentes. 

(Traducción del catalán: Albert Lázaro-Tinaut) 


[1] Ferran Valls i Taberner: Un viatger català a la Rússia d’Stalin. Barcelona, PPU, 1985. 136 páginas. 
[2] José Ortega y Gasset: “Elogio del Murciélago”, en el cuarto tomo de El Espectador. Madrid, Espasa-Calpe, 1966, pp. 123-133. 
[3] Cabecera que mantuvo el diario barcelonés La Vanguardia, por imposición del régimen franquista, desde 1939 hasta el 16 de agosto de 1978. 
[4] El texto completo de este artículo puede leerse digitalizado en la Hemeroteca de La Vanguardia (véase aquí). 
[5] L’Avenç, núm. 368, mayo de 2011. 


Andreu Navarra Ordoño (Barcelona, 1981) obtuvo el Premio Extraordinario de Licenciatura en 2003 y se doctoró en Filología Hispánica en 2010 con la tesis titulada “José María Salaverría, escritor y periodista (1904-1940)”. Actualmente trabaja como investigador en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona y estudia la dialéctica hispanocatalana entre 1874 y 1939. 
Ha publicado los poemarios Suicidio Súbito (Barcelona, 2006), Fiebre y ciudad (Madrid, 2009, libro objeto con fotografías de Isabel Huete) y Canciones del Bloque (Barcelona, 2010). Coordinó y prologó la antología Domicilio de Nadie. Muestra de una nueva poesía barcelonesa (San Juan de Puerto Rico, 2008). Es autor, además, del doble ensayo Dos Modernidades: Juan Benet y Ana María Moix (Badajoz, 2006). Publica también artículos relacionados con su campo de investigación –la relación entre escritura y poder político en la España de principios de siglo XX– en revistas filológicas y libros colectivos, y colabora periódicamente como críticio literario en las revistas virtuales Periódico de Poesía (Universidad Autónoma de México) y Babab (www.babab.com). 

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