sábado, 17 de noviembre de 2012

Viajeros por Rusia: Manuel Vázquez Montalbán


Deportistas (1930), del artista vanguardista ruso
de origen ucraniano Kazimir Malévich (1878-1935).


Por 
Andreu Navarra Ordoño



Manuel Vázquez Montalbán escribió y publicó un delicioso libro (Moscú de la Revolución) [1] en un momento muy sugestivo: 1990, justo antes de que se produjera el colapso final de las instituciones comunistas. Él mismo escribe al inicio de su obra: “Hoy están integradas en una sola ciudad rusa metamorfoseada por la revolución, la ciudad creativa y casi exclusivamente imaginada de los años veinte, la ciudad estalinista, la ciudad híbrida, indeterminada, que puso en marcha el revisionismo crítico de Kruschev [Jrushchov], hibernado durante veinticinco años de empantanamiento brezneviano y se está formando el Moscú esperanzador de la perestroika, un Moscú todavía frágil, como una salsa mayonesa difícil de ligar”. Genial metáfora absolutamente propia de un gastrónomo. El objetivo, pues, del novelista fue escribir una guía turística impregnada de esperanza ideológica que supiera distinguir y filiar cada uno de los estratos civiles y artísticos que habían ido depositándose como posos problemáticos sobre la superficie de la capital visitada. El libro, pues, es una excelente radiografía de la sociedad rusa unos momentos antes de que se viniera abajo toda la balumba supraestatal soviética.


Manuel Vázquez Moltalbán (1939-2003).

Dos obsesiones presiden esta prosa y son, de algún modo, el aliño de la ensalada: una es la búsqueda de lo que de auténtico movimiento de rebeldía hubo en la revolución de 1917 y la otra, la detección de las heterodoxias producidas a partir de los años veinte. Quienes se interesen por el constructivismo ruso y las otras manifestaciones de vanguardia [2], tienen aquí un excelente punto de partida para anotar tanto nombres como proyectos y realizaciones. Es decir, la preocupación cardinal de Vázquez Montalbán fue la crítica del proceso revolucionario, operada a través del escudriñamiento de su parte más aprovechable. No se trata, pues, de un libro alegre, de un libro solemne, sino de un ensayo melancólico, de un ejercicio de buceo intrahistórico. Es como si ese ideal de claridad y reconstrucción que fue el lema de la perestroika lo intuyera imposible el viajero lleno de amor. Porque amor a lo que no pudo ser, amor por la literatura rusa (Rybakov, Bulgákov, Mandelshtam, Ajmátova, Gorki), por sus escritores de los años ochenta (a quienes va dedicado el volumen), por sus barrios bohemios a pesar de todo y puro amor por sus gentes es lo que destila Moscú de la Revolución.

Tras unos capítulos iniciales de análisis del zarismo y de la potente cultura liberal desarrollada en la Rusia del siglo XIX, aparece el primer protagonista del libro: Dzerzhinski, “un bolchevique polaco de la vieja guardia que había conocido en su propia carne la tortura y la cárcel”. El modus operandi del autor es, casi siempre, el mismo: un detalle urbano (el nombre de una calle, de una plaza, una estatua olvidada, la visita a un local que conserva intactos sus recuerdos) le suscita toda una ristra de reflexiones. “¿Quién era este hombre que todavía hoy tiene su estatua y su plaza, cerca del Kremlin, respaldado por la construcción gris, cúbica, de la Lubianka? Los moscovitas actuales tienen su chiste, sin duda macabro, sobre la estatua del fundador de la Checa. ¿Por qué está de espaldas a la Lubianka, es decir, el edificio de la actual KGB y en cambio mira hacia el Kremlin, donde está la sede del gobierno? Pues porque piensa: de los que están a mi espalda me fío, pero a esos de enfrente hay que vigilarlos”. ¿Qué interesa más al autor, la descripción del “ideal de terror” implantado por Dzerzhinski y agravado por la GPU y la NKVD o el chiste inerme de los moscovitas?

Félix Dzerzhinski (1877-1926).

De algún modo los manejos de ese bolchevique polaco lo empezaron a torcer todo. “A partir del verano de 1918 la Checa se revuelve por igual contra los socialistas-revolucionarios de izquierdas y contra los blancos. Los eseristas [3] se atreven a secuestrar al propio Dzerzhinski, atentar contra Lenin y asesinar a Uritski. La prensa bolchevique pide la sangre de los traidores y la obtiene. La Checa había reconvertido también a funcionarios de la policía zarista y todos juntos y en unión comulgaron en una cultura represora al servicio del poder”.

Como se ve, Vázquez Montalbán no se abandona a describir flores y parques, murallas e iglesias, sino que traza un enorme interrogante y se zambulle a tratar de indagar cuáles fueron las operaciones que ahogaron la revolución de verdad, la revolución espontánea y necesaria, para sustituirla por una burocracia sangrienta y pesadillesca. Por esta razón se nos detiene a explicarnos las leyendas religiosas que giran en torno a edificios construidos sobres las ruinas de templos: piscinas que no funcionan, personas que rezan donde no deberían hacerlo. No le interesan los grandes discursos, sino los chascarrillos en que descansa la rebeldía verbal y aplastada de los rusos. Por eso refiere anécdotas como la siguiente: “[El hotel Moscú] fue el primer gran hotel construido bajo el poder soviético, en la avenida Marx, y en su proyección intervino, cómo no, Schusev con Saveliev y Stapran. Aunque aparece situado frente al edificio donde opera el Comité Estatal de Planificación (Gosplán), este hotel lo fue todo menos un modelo de planificación. En cambio sí puede pasar a la historia del instinto de supervivencia del artista. Si el peatón se sitúa ante su fachada, a poco que afine la vista, verá que las dos alas laterales no son simétricas. En una de ellas hay columnas adosadas, en la otra no; las ventanas de la izquierda de los pisos superiores son arqueadas, las de la derecha, cuadradas. ¿Se trataba de una suicida experimentación ‘formalista’? Impensable teniendo en cuenta quiénes fueron los arquitectos y quién el supervisor de las obras: el todopoderoso Stalin. Se cuenta que los arquitectos pasaron a Stalin dos proyectos con variaciones en el tratamiento de columnatas y ventanas, para que eligiera. Pero Stalin no eligió: firmó los dos proyectos en un momento de cansancio o despiste biológico. Aterrados, los arquitectos prefirieron no preguntar y construyeron cada ala del Moscú según un proyecto diferente y así complacían a Stalin doblemente”.
  
El Hotel Moscú (hoy, Hotel Baltschug Kempinski), 
uno de los más lujosos de la capital rusa.
(Fuente: Moscow Cityseekr)

Vázquez Montalbán describe al pueblo ruso sin victimizarlo, porque siempre busca en él los gérmenes de la contestación. De algún modo, esa crítica impía era la de sí mismo, la propia adecuación de su ideología a la realidad. Y la realidad es siempre heterodoxa. Por eso busca incansablemente a los bohemios, a los soldados derrotados, a los que no encajan, busca las notas discordantes, las brechas de oscura luz: “La importancia del barrio se debe a lo que se dice de él y lo que no se dice. En la esquina de una de las calles que van a desembocar a la del Arbat está el instituto psiquiátrico, en el que el breznevismo ingresaba a los disidentes, y la propia calle del Arbat es un centro contracultural de la perestroika radical, en el que puedes encontrar a baladistas callejeros supervivientes de la guerra de Afganistán que cantan canciones en las que más o menos se preguntan ¿para qué?, o el centro georgiano, en el que se expone una exposición flagelante contra la reciente represión del ejército soviético en Georgia. Los jóvenes moscovitas quieren hacer del Arbat su Barrio Latino, caldo de cultivo de algún posible Mayo del 68 a la francesa”.

La célebre y céntrica calle Arbat
de Moscú en una fotografía de 1990.

(Fuente: Virtual Tourist)

Ésa es la grandeza del libro: el desmantelamiento del comunismo histórico, la revisión honesta del observador incansable, ejercida por un escritor comunista. Nada de tópicos, nada de fraseología. Jrushchov es, por esta razón, otro de los protagonistas. ¿Por qué falló su proceso de esclarecimiento, de apertura, en caso de que fuera realmente sincero? El autor opina que un hombre de dentro, que un político del sistema no podía desmantelar lo que parecía que Gorbachov iba a poder, por fin, superar. Pero es que Jrushchov mismo no pudo más que garantizar la seguridad de los demás diputados del PCUS, Jrushchov mismo se había distinguido como carnicero fundamentalmente en Ucrania, Jrushchov no podía negarse a sí mismo, no podía investigarse a sí mismo ni abandonar la lógica de la purga.

El viajero es en este libro un impenitente indagador de rincones históricos, detalles significativos, placas olvidadas, inscripciones enigmáticas. Su instinto analítico lo engulle todo, lo interpreta todo, se informa de todo.

Absolutamente imprescindible es el extenso capítulo tercero, “Lo nuevo, lo viejo y lo inevitable”, dedicado a describir cómo la fertilísima cultura vanguardista de los años veinte (cubismo, constructivismo, formalismo) fue sustituida por el realismo socialista y los clasicismos estalinistas. Causa verdadero pasmo comprender qué frágil y maravilloso mundo aplastó el estalinismo.  La Edad de Oro del arte ruso la sitúa el autor entre 1918 y 1932: “El esplendor creador de los años veinte, que tan deslumbrante imagen dio del Moscú revolucionario, fue posible precisamente porque las vanguardias en gestación antes de la revolución la asumieron como un instrumento de proyección. Grandes artistas como Tatlin, Kandinsky, Chagall, El Lisitski, Malévich, Meyerhold, Esenin, Ródchenko, Gabo, Vesnin, Varvara Stepánova y tantos otros se avinieron a hacer “arte aplicado” y conectado con las necesidades revolucionarias sin perder sus propios códigos lingüísticos”.  Y esta es precisamente la clave: todo terminó cuando se hizo difícil o imposible la conservación de los idiomas propios (idiomas artísticos, ideológicos, étnicos), que son la espontaneidad, que son la vida mental y la garantía de poder seguir ejerciendo la crítica y la exploración. Todos aquellos artistas fueron deportados, asesinados, reeducados, se suicidaron (Mayakovski), se deformaron o tuvieron que huir.

Resultados del primer Plan Quinquenal
de Varvara Stepánova (1894-1958), 
representante destacada del 
constructivismo ruso.
(Fuente: Kayleight Mahon Graphic Design)


A veces, la visita del autor cobra un carácter casi virtual, porque su afán es interesarse más por lo que no pudo ser que por lo que, efectivamente, fue. Un deseo que tiene mucho que ver con la trayectoria de Tatlin, el que proyectaba cosas irrealizables: “Pintor y escultor espléndido, fue un precursor en la utilización de nuevas texturas, colores, geometrismos, composiciones. Su prestigio era ya considerable en el momento de producirse la revolución y lo puso a su servicio, mediante el Plan Lenin de Propaganda Monumental. Su proyecto de monumento a la III Internacional fue una de las piedras de toque entre lo viejo y lo nuevo relacionado con lo posible o lo imposible. Trabajó como profesor en materias como el cine, la fotografía, el teatro, la pintura y, ante las acusaciones de artista especulativo, se dedicó a diseñar y programar cosas prácticas, aunque siguió teniendo un sentido demasiado poético de lo práctico. Por ejemplo, en 1932 dejó boquiabierta a la burocracia cultural al presentar su proyecto de máquina voladora, el Letatlin. Hasta su muerte, Tatlin siguió ideando cosas que no llegaron a realizarse”.













Diseño del monumento a la Tercera Internacional, de Vladímir Tatlin (1920): 
esbozo desde el ángulo cenital y proyecto ultimado.

El estilo de Vázquez Montalbán era único. Él era insustituible. Era el soñador y el crítico lúcido, y por descontado Moscú de la Revolución es una muestra evidente de ello. Yo, por lo menos, siempre echaré de menos sus columnas de la página final de El País. Sus comentarios siempre irónicos, cimentados sobre una erudición monstruosa, pero que sabía mantener medio desapercibida: “En la edición española de 1982, supongo que revisada por los propios soviéticos, de El arte en los países socialistas de la Academia de las Artes de la URSS, se hacen equilibrios para asumir la vanguardia, revelar sus poquedades, no condenar del todo el estalinismo e instalarse en su superación. Es una muestra de que el happy end no sólo es posible en las películas de Frank Capra”.

Sin embargo, Moscú de la Revolución es un intento de happy end, mucho más serio que el de los envarados controladores del arte oficial soviético, final razonable que el sentido de las cosas no tardaría en volver a torcer.

Sello postal emitido por la URSS en 1988 para divulgar la perestroika
(‘reestructuración’), promovida por Mijaíl Gorbachov el año anterior.

[1] Manuel Vázquez Montalbán: Moscú de la Revolución. Editorial Planeta, Barcelona, 1990. 280 pp. Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 - Bangkok, Tailandia, 2003) fue un prolífico narrador, poeta, periodista, humorista y un hombre polifacético próximo al comunismo catalán y antifranquista militante (sometido a consejo de guerra en 1962, sufrió tres años de prisión en Lleida). El protagonista de sus novelas negras, traducidas a varios idiomas, Pepe Carvalho, adquirió fama internacional (más información aquí).
[2] Sobre los movimientos artísticos de vanguardia soviéticos véase Vanguardia rusa 1910-1930.
[3] Nombre con el que fueron conocidos los miembros del Partido Social Revolucionario (SRs), fundado en Rusia en 1901 y rival del Partido Bolchevique durante el período revolucionario de 1917.


Esta es una nueva entrega de la serie de artículos “Viajeros por Rusia”, de la que es autor Andreu Navarra Ordoño. La primera, dedicada a Ferran Valls i Taberner, se publicó en Impedimenta el 7 de enero de este año (véase aquí). La segunda, dedicada a Antoni Rovira i Virgili, apareció en dos partes el 3 y el 20 de mayo (véase aquí). 

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